lunes, 11 de mayo de 2015

Un paseo por Castellón

Visitar una ciudad por primera vez es delicioso: la expectativa de conocer sus rincones, sus luces y sus sombras, se asemeja a la de conocer un cuerpo nuevo. Uno sale a recorrer las calles como quien explora los pliegues de la piel, como quien descubre cartílagos y tersuras y articulaciones deseadas y aún intactas. Como solo pasaré el día de hoy en Castellón, me escapo unas horas de El Ojo de Polisemo y empiezo el vagabundeo. Para llegar al centro desde la Universidad Jaume I hay que tomar el trolebús. Yo pensaba que el trolebús solo existía ya en los tebeos y las novelas antañonas, pero no: funciona todavía -y muy bien- en Castellón de la Plana. Me bajo en la parada de El Corte Inglés y cruzo el parque de Ribalta, decimonónico y romanticón, construido en el emplazamiento de un antiguo cementerio. Me pregunto si debajo de los arriates y caminos por los que paso todavía estarán los huesos de los difuntos. En la superficie, me cruzo con una pareja de mormones, pertrechados con sus camisas blancas de manga corta, sus tarjetas de plástico en el pecho que indican que se llaman (los dos, todos) Elmer, sus corbatas finas y oscuras, y sus maletines en la mano, en los que supongo que transportan una Biblia y los folletos evangélicos con los que esperan acrecer el rebaño de fieles del ínclito Joseph Smith. También me cruzo con un mendigo, sentado en un banco, con un carro de supermercado, en el que transporta sus miserables pero voluminosas pertenencias, a su vera. Está bebiendo de una botella, pero tiene el aire ausente de casi todos los mendigos del mundo. Los mormones pasan junto a él sin dedicarle ni una mirada. Yo sigo mi camino hacia el centro: al salir del parque, dejo atrás la Farola, una enorme lámpara urbana de cuatro brazos, que luce aquí su aspecto arácnico desde 1929, y supero después la central de Correos, un edificio modernista de ladrillo y cerámica inaugurado en 1932. Observo también que esta es una ciudad muy "esculturizada": una enorme mano de piedra en una fuente; una figura rechoncha, casi boteriana, con una pila de libros en la cabeza; bustos de próceres y efigies modernistas, entre muchas otras representaciones, figurativas y abstractas. Hace calor, y me gusta. Nunca lo habría dicho, pero disfruto del manto del sol, del aire untuoso, de la lentitud que imprime a los movimientos. Después de muchos años, de toda una vida, de incomprensión, por fin entiendo la pasión de los ingleses -y, en general, de todos los septentrionales- por el clima mediterráneo: ese afán por torrarse al sol obedece a una necesidad física, más aún, a una exigencia existencial. Ahora lo comparto. Cuando, tras un breve paseo -todo en Castellón es paseable-, llego al corazón de la ciudad, descubro con placer que en la plaza Mayor se celebra la feria del libro. Entro a echar un vistazo. Hay poca gente, pero esto parece, por desgracia, consustancial a todas las actividades que involucran al libro. La poesía ocupa un exiguo rincón de los estantes, que, además, está colonizado por Visor. Me llama la atención que no haya nada de Pre-Textos, la excelente editorial valenciana. Que a los versos solo se les dedique una microscópica porción de lo expuesto es también, dolorosamente, lo habitual. Por no irme con las manos vacías, me llevo A 40 kms del Pacífico y 30 de Charles Chaplin, de Enrique Jardiel Poncela, en el que el escritor y dramaturgo relata, fragmentariamente, sus dos viajes a Hollywood en los años treinta, para trabajar como guionista en las películas en español que rodaba la Fox Corporation. De siempre me han interesado los géneros singulares, como la literatura humorística. Y Jardiel Poncela, que murió en la ruina, solo y olvidado, con apenas cincuenta años, después de haber sido un autor de éxito internacional -como demuestra que fuese uno de los pocos españoles que trabajaron para la industria cinematográfica en aquellos años de atraso- y haber escrito obras estupendas, como La tournée de Dios (que a los mormones con los que me he cruzado no les gustaría nada), siempre me ha caído bien. Esto dice en uno de los apuntes finales de A 40 kms del Pacífico y 30 de Charles Chaplin: "En las playas de Hollywood solo hay dos ocupaciones, a elegir: o tumbarse en la arena a contemplar las estrellas, o tumbarse en las 'estrellas' a contemplar la arena". Salgo de la feria del libro para meterme en el mercado Central, que se encuentra asimismo en la plaza Mayor. Entre una y otro aún hay algunos puestos más de libros, todos de editoriales institucionales, atendidos por dependientes acaloradísimos y aburridísimos: si en la carpa de la que acabo de salir apenas hay gente, aquí no hay nadie. El mercado, construido en los años 40, no tiene el interés de los antiguos edificios de abastos, pero su frescura es reconfortante, y me divierte contemplar los gestos conocidos del regateo y la compra, los canturreos y procacidades de las vendedoras, y los carros gordos de las amas de casa gordas. Las cosas siguen aquí como ha sido siempre, y eso, extrañamente, me tranquiliza. Ni siquiera los calendarios con imágenes de la Virgen de los Desamparados o los pósteres con la plantilla del Real Madrid colgados de muchos puestos me desagradan. Quién lo iba a decir. En la plaza Mayor se apiñan los principales monumentos de la ciudad: el palacio municipal, sede del ayuntamiento; el Fadrí, el enorme campanario exento que también servía de atalaya para advertir a la población de las incursiones de los piratas; la concatedral de Santa María, que también, como el mercado, se construyó en los años 40 del siglo pasado, en estilo neogótico, y en la que, cuando entro, se está oficiando una misa; y la Lonja del Cáñamo, un elegante edificio del s. XVII. Lo más interesante, sin embargo, se encuentra por detrás de este conjunto, alrededor de la calle de Caballeros. Las callecitas que la cruzan representan todavía -aunque debemos ayudarnos un poco de la imaginación- el Castellón tradicional, es decir, cualquier villa mediterránea tradicional, entre pescadora y campesina, aún no avasallada por el urbanismo desangelado, el turismo masivo y el comercio homogeneizador. Se suceden las casitas bajas, de una misma altura, con balcones estrechos y ocasionales adornos modernistas; los colores pastel animan todavía los enyesados; y las viejas tiendas, o lo que queda de ellas, hablan de un tiempo menos apresurado, más amable con las cosas. Hasta se huele el mar en el aire. En una de estas costanillas, descubro un antiguo anuncio de cerámica: "Lechería de vacas suizas y holandesas Vicente Balaguer. Se ordeña a presencia del público". (En todas partes ha habido lecherías en las ciudades: en la propia King's Road, de Londres, un edificio alto, que hoy aloja una franquicia de lujo, aún se identifica como Dairy, que no es "diario", como malinterpretan algunos, sino "lechería"). En la casa de al lado, una placa recuerda que allí Josep Pascual Tirado escribió Tombatossals, "mite del poble de Castelló". (Castellón honra a los escritores, y eso honra a Castellón: en otros lugares advierto la calle Ausiàs March o Miguel de Cervantes). El carácter histórico de la finca, sin embargo, no la ha librado de las turbulencias inmobiliarias: dos de los tres pisos que la componen están a la venta. Y lo mismo pasa en la de la lechería, cuyos pisos también se venden. En la calle de Caballeros, que funciona a modo de eje de este microbarrio, observo estudios de arte y de arquitectura, portales nobles, fachadas de cerámica, un museo etnográfico y algunos detalles singulares, como una placa en la que se lee, solamente, "Remigio Beltrán" y, debajo, el dibujo de un cerdo tronchándose de risa. Y no sé si Remigio tiene un cerdo o si el cerdo representa a Remigio; y tampoco sé quién es Remigio. En la calle de Caballeros se encuentra asimismo la casa en la que se acordaron, en 1932 -el mismo año de la farola: aquellos fueron tiempos de efervescencia-, las denominadas "Normas de Castellón", que establecen las reglas ortográficas del valenciano, "dentro de la unidad de la lengua catalana". Esta última precisión es muy importante, porque el valencianismo más obtuso ha hecho del independentismo lingüístico -que, a diferencia del político, no es subjetivo: la filiación de las lenguas es un asunto científico, y el hecho de que el valenciano sea una modalidad del catalán no se discute en ninguna universidad ni academia del mundo, salvo en la academia creada por los blaveros para defender lo contrario- su bandera más visible. Para este rancio nacionalismo levantino, ser valenciano exige ser anticatalán, incluso en aquellos ámbitos, como el lingüístico, en el que ser anticatalán implica negar la realidad. Almuerzo en un restaurante de Caballeros, Julivert, cuyo menú, desplegado en un pizarrón callejero, me atrae. Pero la realidad dista mucho de las expectativas: el arroz del senyoret es pobre y el salmón al tomillo está seco; solo la panacota tiene un pase. El camarero que me sirve, además, no sabe hablar sino en diminutivos: el arrocito sequito, la salsita, las gambitas, el salmoncito y el agüita. Apenas dejo propinita. Al salir, vuelvo al centro y me siento en una terraza de la plaza de la Pescadería, aledaña de la Mayor. Para mi sorpresa, no tienen horchata ni granizado, que es como si en un pub de Londres no tuvieran cerveza. Pido un café con hielo y leo a Jardiel, mientras veo al sol hincharse en la plaza. La gente, en camiseta o blusa y pantalones cortos, pasa deprisa, buscando la sombra. Yo chupo el café y las minuciosas payasadas de Jardiel, y disfruto de esta ardentía costeña, que tanto he añorado.

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