miércoles, 1 de abril de 2015

Los cerezos en flor


Esta mañana, aprovechando que nos dirigimos a Hoyos, vamos a ver el Valle del Jerte, cuyos cerezos, según me dice Javier, están en plena floración. Yo he visitado varias veces el Valle, pero nunca en esta época del año. La floración, además, es un periodo brevísimo, que no dura más de un par de semanas. Conforme dejamos atrás Plasencia y nos acercamos a Casas del Castañar, el primer pueblo del itinerario, empezamos a ver cerezos florecidos, pero aún solitarios, al lado de la carretera, o en pequeñas huertas. Parecen las avanzadillas –los escaramuceros– del gran ejército que vamos a encontrar a continuación. Por hermosos que sean así, aislados, uno no se hace a la idea de la belleza que tendrán todos juntos en las laderas de las montañas. En un punto determinado del trayecto, Javier deja la carretera y sale por una pista que parece un camino forestal. Él conoce muy bien esta zona –sus padres tenían aquí una casa, en la que él pasaba todos los veranos, aquellos veranos interminables, tres meses eternos, de los niños de nuestra generación– y me ha prometido un recorrido singular, lejos de las aglomeraciones de turistas, que siempre se producen por estas fechas. Y, en efecto, una vez en esta vía poco conocida, que no conduce a ningún pueblo, sino a las propias fincas de cerezos, empezamos a ver las fantásticas agrupaciones de árboles, recubiertos por el manto algodonoso de las flores. La flor del cerezo es pequeña, inodora, blanca y delicadísima: la lluvia la machaca y el viento se la lleva como al polvo. Por eso el tiempo desapacible es perjudicial para su gestación y, sobre todo, para su mantenimiento. Hoy, por suerte, hace un día tranquilo y soleado, y podemos apreciarla en todo su esplendor. Las flores, arrimadas, forman unas bolas espesas que a veces alcanzan el tamaño de pelotas de balonmano. No hay continuidad entre ellas: por grandes que sean, la rama siempre asoma entre una bola y la siguiente. El resultado es algo parecido al muñeco de Michelín, pero dotado de una gracilidad inimaginada, de una imposible estilización. Me llama mucho la atención que la flor del cerezo sea de una blancura inmaculada y, en cambio, de lejos, las masas de árboles se vean grises. Cuando contemplamos el paisaje del Valle que se abre ante nosotros en cualquier recodo del camino, vemos los extensos cerezales, aterrazados en las laderas de las montañas, y son grises: prolongadas láminas claroscuras, como alfombras de ceniza. El color apagado de las arboledas no les resta belleza: se extienden, a lo largo del Valle, como una sutil película de sombra, que revive en luz con la cercanía. Cuando atravesamos las fincas cuajadas de flores, parece nevarnos en los ojos. La blancura, percutiente, se abraza con el gris marengo de la madera que la sostiene, y con el azul encendido del cielo; también con el verde de los pastos y los huertos, y, ocasionalmente, con el amarillo de las retamas o el púrpura de otras flores coterráneas, que rasgan la pantalla de los cerezos como una cuchillada de fuego rasgaría una sábana. El único blanco no es, sin embargo, el del millón largo de cerezos que hay en el Valle. Uno de los picos que lo delimitan, el más alto, todavía conserva un casquete de nieve. Enfilamos un tramo especialmente sinuoso de la carretera y, en una curva, vemos la cumbre nevada, flanqueada por las nubes de cerezos e impresa en el platino azul del cielo: en cualquier momento, pensamos, podría aparecer una geisha. De hecho, me dice Javier, el turismo japonés en el Valle del Jerte aumenta cada año. Hoy, sin embargo, no vemos a nadie de ojos rasgados por el camino: todos los visitantes parecen nacionales, aunque toman fotos con el mismo empeño que los hijos del Sol Naciente. En Valdastillas, Javier quiere enseñarme una chorrera, que es como aquí se llama a las cascadas. La conoce desde su infancia, cuando, con otros críos, iba a bañarse a la poza que ha formado la caída del agua. Damos algunas vueltas para encontrarla: en uno de esos trampantojos de la memoria, Javier la recordaba a la salida del pueblo, pero, en realidad, se encuentra a casi dos kilómetros de las últimas casas. Es la cascada del Caozo, en la garganta Bonal. Toda esta zona está llena de acuíferos, torrentes y arroyos tributarios del río Jerte. Las fuentes se suceden, y el hombre represa el agua abundantísima en acequias, albercas y charcas. No lejos de aquí está la Garganta de los Infiernos, que, pese a su nombre, es lo más alejado del fuego que se pueda imaginar: una sucesión de marmitas gigantes o pilones –esto es, cavidades graníticas: enormes piscinas naturales formadas por la erosión de la roca– en las que va cayendo el agua desde los riscos y neveros hasta la llanura fluvial. Cuesta llegar –la caminata es ardua– y, sobre todo, cuesta volver –a la ida va uno con la ilusión del baño; a la vuelta, con un calor mesopotámico, solo se desea llegar–, pero pocos lugares valen más la pena que ese. El Caozo es mucho menor que los Infiernos, pero tiene encanto –manantío, roca, espuma, frescor–, a pesar del pasadizo metálico que han construido sobre el agua para que la gente pueda fotografiarse con la cascada a sus espaldas: es feo, inestable, incoherente y no tiene pasamanos, sino una sucesión de varas de hierro verticales que amenazan con clavársele a uno en cualquier parte con un trastabilleo o un tropezón. Dejamos por fin los intrincados caminos entre Navaconcejo y Valdastillas, y, con ellos, las muchedumbres de cerezos, y volvemos a la carretera principal: es la hora de la pitanza. Javier me lleva a un restaurante a pie de asfalto, pero muy tranquilo, cuyo nombre tiene resonancias evangélicas: Petro. Allí nos asestamos una caldereta de cabrito y un flan casero, del tamaño de un adoquín, que me van a obligar a hacer la digestión hasta el día siguiente. Pero no lo lamento. Los cerezos en flor me han llenado de un sosiego exultante. 

3 comentarios:

  1. Qué maravilla! Dan ganas de volver de nuevo a contemplar ese lugar. Un abrazo Asun

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  2. Es algo maravilloso, sin duda. Ojalá todo el mundo tuviera ocasión de conocerlo.

    Un beso, Asun.

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