lunes, 6 de octubre de 2014

Una misa en Saint Bride's, la ejecución de William Wallace y el mercado de la carne


Nos encontramos hoy con Adriana Díaz Enciso, mi amiga mexicano-londinense, para dar un paseo por la ciudad. Nos lleva primero por el Strand, atiborrado de gente, como siempre, hasta Fleet Street, donde las multitudes se remansan y, al cabo de poco, desaparecen. En un barrio antes periodístico pero hoy judicial como este, no hay mucho que ver en domingo: casi todo está cerrado, y las librerías jurídicas que salpican la calle, con títulos tan fascinantes como El imperio de la ley en el derecho neozelandés o La intervención judicial en los supuestos de desahucio atípico, no parecen suscitar el entusiasmo de las masas. Nos detenemos, sin embargo, en una bocacalle, ante una hermosa iglesia, Saint Bride's, la iglesia de los periodistas. Diseñada por Christopher Wren, como tantas otras que pretendían recuperar el esplendor de la ciudad después del Gran Incendio de 1666, tiene un torre de ocho pisos que alcanza los 69 metros de altura, haciéndola la segunda más alta de las construidas por Wren, después de la catedral de Saint Paul. Lo curioso de esa torre es que, según la leyenda, inspiró la forma clásica del pastel de boda: en 1703, Thomas Rich, un aprendiz de panadero, quiso impresionar a su futura esposa con una tarta extravagante, y se inspiró, para hacerlo, en la forma telescópica -de pisos superpuestos, cada uno de ellos más pequeño que el anterior- de la torre de Saint Bride's. (Bride, por cierto, significa "novia"). Pero no es esta la única singularidad del templo: sus muros han acogido a notables feligreses, y, entre ellos, a muchos escritores: John Milton, John Dryden, Richard Lovelace, Samuel Richardson y Samuel Pepys, entre otros. Pepys, de hecho, fue bautizado aquí y se sentía estrechamente vinculado a la iglesia: cuando murió su hermano T0m, en 1664, Samuel quiso que fuera enterrado en ella, pero la cripta ya estaba llena de cadáveres, y tuvo que sobornar al enterrador para que apretujara unos cuantos y cupiese el de Tom. Nos acercamos a la entrada, pero, como oímos que hay misa, no nos atrevemos a pasar. Sin embargo, un parroquiano, vestido con una toga (¿túnica? ¿casulla? ¿ropón?) anaranjada, se apresura a abrirnos la puerta y a conducirnos hasta un breve espacio con sillas frente al coro, que está en plena actuación. Allí nos sentamos, confiando -al menos yo- en que la ceremonia no sea larga. Poco a poco, sin embargo, comprendemos que estamos asistiendo a un servicio religioso de la Iglesia de Inglaterra, y que su desarrollo no se acomoda necesariamente a nuestras necesidades (por lo menos, a las mías). El coro prosigue su actuación, que es, sin duda, magnífica. De hecho, es un coro profesional, de doce miembros, con sopranos, tenores y bajos. Disfrutamos de sus evoluciones vocales, en las que pone orden un director, asimismo togado, desde el centro de la nave. Cerca de nosotros se disponen los feligreses de esta tarde: hay un caballero negro de barba blanca; un caballero blanco de barba negra; un joven de quevedos y rasgos orientales; una señora negra que parece al borde de la narcolepsia; un octogenario, seguramente excombatiente británico en la Segunda Guerra Mundial, con traje, corbata, pañuelo colgante en el bolsillo delantero de la americana y un ligero parkinson, que lo mira todo con expresión adusta; y otra pareja de españoles que ha sido igualmente abducida como nosotros, y que asiste con igual sorpresa a la ceremonia. Cuando el coro entona sus gorgoritos, la congregación se pone de pie. Yo me resisto al principio, para expresar mi disconformidad con el contenido de la celebración, y sigo sentado. Pero once años en un colegio de curas no han sido en vano, y acabo levantándome cuando todos se levantan, y sentándome cuando todos se sientan (lo que no hago, y no estoy dispuesto a hacer, bajo ninguna circunstancia, es arrodillarme, como también es preceptivo en varias ocasiones). Ángeles, en cambio, está encantada: sigue la letra de los himnos en el misal que hemos encontrado en las sillas en las que nos hemos sentado (y, cuando no consigue encontrarlos, el señor negro de barba blanca se los sopla), se levanta y se sienta con agilidad eucarística, y, en fin, se siente reconfortada por esta inmersión en sus orígenes culturales y en el mundo de su infancia. A mí, la verdad, la ceremonia se me está haciendo cada vez más larga: he examinado ya todas las caras circunstantes, todos las vidrieras de la nave, todos los arabescos de las baldosas, y solo me queda ojear disimuladamente el periódico que tengo apoyado en el regazo o, incluso, utilizándolo como cobertura, echarle un vistazo al correo electrónico en el móvil. Luego ya solo queda el vacío. Y lo peor está por llegar: el sermón. La perorata del cura me da sueño, y no me sorprende: todas las peroratas de todos los curas del mundo me aduermen. Mientras lucho contra la insoportable pesadez del ser, recuerdo aquel maravilloso sketch de Mr Bean, en el que también se duerme en misa. La voz de fondo del gag, incomprensible y somnífera, es la misma del pastor de hoy, y yo experimento su misma lucha contra el sueño. Aunque, a diferencia de Mr Bean, podría recostarme en mi compañero de banco, que es mi mujer, y no un señor malcarado, me resisto a hacerlo: Ángeles no me lo perdonaría. Así que sigo batallando contra la cabezada, y, para sostenerme en el combate, utilizo el mismo recurso que Mr Bean: un caramelo. Con disimulo también, meto la mano en el bolsillo, saco un ricola de la bolsa que acabamos de comprar en una farmacia y me esfuerzo, agónicamente, por desenvolverlo en silencio: nunca habría sospechado que desenvolver un caramelo hiciese tanto ruido. Desnudo por fin, el confite acaba en el gaznate. La masticación me ayuda a mantenerme despierto hasta el final del acto. Concluido el sermón, el coro canta el último himno, durante el cual dos acólitos pasan por los bancos recogiendo el óbolo preceptivo. Esto no cambia: todas los credos del mundo exprimen al personal. Mi religión me prohíbe financiar a las iglesias, pero Ángeles da una libra (y Adriana, otra). Por fin, la ceremonia acaba y todos los que han participado en ella, empezando por los miembros del coro y terminando por el sacerdote, desfilan por el pasillo central y, a continuación, se despojan de sus togas. Cuando pasan a mi lado, con sus ropajes, medallas al cuello, báculos y demás adminículos crísticos, pienso en la diferencia que hay entre ellos y los bantúes que cantan y saltan enérgicamente en los desiertos africanos con máscaras, lanzas y colgantes al cuello, en sus celebraciones religiosas: ninguna. Los primeros son rubios, blancos y tocan el órgano; los segundo son negros y aporrean el tambor: pero todos obedecen a una misma necesidad sociocultural y practican ritos equivalentes. Antes de salir de Saint Bride's, advierto con placer que hay un puesto de libros que se venden a una libra, y descubro entre ellos, para mi pasmo, un extraordinario volumen en caja y a todo color de los bocetos de Picasso. No puedo creerme que este libro valga una libra. Lo atrapo, y también una biografía de Eric Gill, el gran tipógrafo y diseñador, profusamente ilustrada, y, tras pagar las dos libras, salgo a la calle con la sensación de haber encontrado tres tesoros: el coro de Saint Bride y los dos libros. De Fleet Street, Adriana nos lleva a la iglesia del Sepulcro -un nombre tétrico que, en relidad, es la abreviación del oficial: Iglesia del Santo Sepulcro-, que, durante muchos años, saludaba el paso de los condenados a muere, a los que llevaban a ajusticiar a Tyburn, con toques de campaña y un último refrigerio. Los reos se tomaban a las puertas del templo una cerveza, o lo que quisieran, como despedida de la vida: un buen trago para pasar el mal trago del ahorcamiento. De la iglesia del Sepulcro, llegamos a otra iglesia, la de San Bartolomé el Grande, la más antigua de Londres, construida en 1123, y superviviente de todos los incendios, guerras y catástrofes que han asolado la ciudad en este milenio. Está abierta, pero, de nuevo, hay misa, y no quiero arriesgarme a que me trinquen otra vez: con la de Saint Bride's ya he tenido suficiente para varias décadas. Smithfield, la zona en la que se encuentra San Bartolomé, reúne varios lugares interesantes. Aquí fue, por ejemplo, donde ejecutaron a William Wallace, el héroe escocés y protagonista de Braveheart, esa película por la que sienten pasión los nacionalistas catalanes. La muerte del patriota caledonio no tuvo nada que ver con la que se cuenta en el film, que es de una ligereza impropia de un enemigo de la monarquía. Pero, claro, si la hubiesen representado como fue, a las salas de cine solo habrían asistido los amantes del gore. En aquellos tiempos, los reyes no se andaban con chiquitas con sus enemigos, y menos con un enemigo de la ferocidad de Wallace. Lo desnudaron y lo arrastraron, atado por los talones a un caballo, desde el palacio de Westminster hasta Smithfield: llegó despellejado. Luego lo ahorcaron a una altura que no fuese suficiente para romperle el cuello, lo descolgaron antes de que se ahogara, lo castraron, le sacaron las tripas y las quemaron delante de él, y, por fin, le cortaron la cabeza. Luego descuartizaron el cadáver y repartieron sus extremidades por las cuatro esquinas del país: el pie derecho, por ejemplo, llegó a Perth, y el izquierdo, a Aberdeen. La cabeza se conservó, sumergida en alquitrán, y se exhibió, clavada en una pica, en el puente de Londres, para espanto y edificación de los enemigos del Reino. En Smithfield también se encuentra el mercado de la carne de Londres. Cruzamos la gran nave victoriana, de hierros forjados y pintados de varios colores, con un gran reloj cenital, entre vahos de buey y ovejas suffolk, mientras las camionetas mueven por los pasillos los sacos llenos de filetes, y averiguamos que, a principios del siglo XIX, allí no solo se vendían las reses destazadas, sino también las mujeres repudiadas. Como el coste de divorciarse era prohibitivo, los maridos londinenses llevaban al mercado a sus esposas para deshacerse de ellas, bajo mano, por una cantidad negociable. Aquello sí que era un mercado de la carne, en toda la extensión de la palabra.

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