jueves, 4 de septiembre de 2014

John Betjeman

Hace un par de noches echaron por televisión -qué expresión tan horrible: "echaron..."- dos documentales sobre la figura del poeta inglés John Betjeman. El primero, presentado por el escritor y biógrafo Andrew N. Wilson, estaba dedicado a su vida y su obra; el segundo era el que el propio Betjeman había protagonizado en 1973, titulado Metro-land y dirigido por Edward Mirzoeff. Me pasmó que, en prime time, una cadena de televisión, aunque fuese la BBC, invirtiera dos horas, dos largas horas, en un poeta, y pensé en cuántas ocasiones un hecho tan extraordinario se había producido en algún canal español: no me costó alcanzar un resultado. La atención prestada a Betjeman se explica, en gran medida, por la enorme popularidad de que disfrutó en vida, buena parte de ella gracias a la televisión. Tras una adolescencia literariamente prometedora -en la que fue alumno de T. S. Eliot y compañero de Louis MacNeice y Graham Shepard-, su paso por la universidad, en cambio, resultó decepcionante. Entró con dificultades en Oxford, no congenió con su tutor, C. S. Lewis, el autor de la saga de Narnia y el protagonista de la maravillosa Tierra de penumbra, que lo tachó de "mojigato y gandul", y acabó abandonando la universidad sin haberse licenciado: suspendió los exámenes de graduación, aunque no hay que reprochárselo: yo también habría suspendido una pruebas -que hizo, además, en galés- sobre las Divinas Escrituras. Tras su poco memorable paso por Oxford, desempeñó varios oficios: secretario, maestro de escuela, crítico de cine y periodista en Architectural Review, donde pudo dedicarse, por fin, a algo que le gustaba: la arquitectura (más adelante, fundaría la Victorian Society, dedicada a defender la arquitectura victoriana y eduardiana, y, en general, las artes en Gran Bretaña). En los años siguientes, se casó -con la hija de un mariscal- y publicó guías de viajes por Inglaterra para motoristas. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, no le permitieron alistarse, pero trabajó para el Ministerio de Información y fue agregado de prensa en la embajada británica en Dublín. Allí, donde seguramente se dedicaba al espionaje (¿por qué tantos escritores ingleses han sido espías?), el IRA decidió matarlo, pero el atentado se canceló, porque a uno de los jefes de la banda le gustaba lo que Betjeman escribía: pocos casos habrá, en la historia de la literatura, en los que el cultivo de las letras haya rendido un servicio práctico tan alto. Entre la Segunda Guerra Mundial y la década de los cincuenta se produce la eclosión de Betjeman como escritor: en 1948 lleva ya publicados doce libros, cinco de los cuales son de versos. Sus Poesías reunidas, publicadas en 1958, venden 100 000 ejemplares. A su fama literaria contribuye que se convierta en personaje televisivo: presenta programas, filma documentales, como Metro-land, y promueve iniciativas en defensa de la arquitectura histórica. Fracasa en su campaña por salvar el Euston Arch (aunque no me parezca grave: el propíleo era feo de narices), pero triunfa en la organizada para evitar la demolición de la bellísima estación de Saint Pancrass. En ella se erigió, en 2007, una escultura de Betjeman, que aparece, a ras de suelo, sin peana, sujetando una bolsa en una mano y el sombrero con la otra, y mirando a lo alto -a las arquivoltas de la estación-, con los faldones de la gabardina levemente abiertos, como por el viento levantado por algún tren que parte, en homenaje a su memoria: es una estatua humana y divertida. En 1972 se le designó poeta laureado -esa figura honorífica, nombrada por el gobierno, cuya tarea consiste en componer poemas que exalten a la monarquía- y Betjeman exigió que se le pagara el estipendio establecido, un barril de vino, algo que los poetas que lo habían precedido habían dejado de hacer, por dejadez o discreción. La reina atendió la solicitud del vate y le envió doce botellas de jerez de sus propias bodegas, y es de suponer que Betjeman las utilizó para consolarse en sus últimos años, en los que sufrió parkinson. El poeta murió en 1984, en Cornualles, acompañado por Elizabeth Cavendish, la mujer con la que vivió desde (y también antes de) su separación de Penélope, la hija del mariscal. A mí la poesía de Betjeman no me ha interesado nunca. En España, que yo sepa, no ha sido traducido, y es extraño, porque su estilo y sus preocupaciones agradarían, seguramente, a muchos lectores. Y no son solo los temas, propios de un inglés conservador y chatamente pegados a lo cotidiano, lo que me aleja de su obra, sino también algunos rasgos formales, como el uso constante de la rima: sus versos me resultan cascabeleros, como cancioncillas infantiles: la rima no me deja oír lo que tengan que decir, aunque lo que tengan que decir me aburra. (Sospecho que Betjeman no se consideraba a sí mismo un gran poeta: en el documental de Wilson se reproducían unas palabras suyas en que lo dejaba entrever. Si fue así, debió de pasarlo muy mal: recibir el elogio de tantos, reyes incluidos, cuando uno se sabe un fraude, es una tortura cuyo dolor solo conocen los que la padecen). Pese a todo, que la BBC le dedicara un programa de dos horas a las nueve de la noche se me antojó un lujo, y me dio mucha envidia. ¿Cuándo será posible, en España, algo así?

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