jueves, 21 de agosto de 2014

No estaba muerto; estaba tomando cañas

En Lanzarote, concretamente, donde las cañas son como en todas partes, pero uno se las toma con el acento salobre del mar en la piel. La verdad es que mi intención no era abandonar la escritura de las Corónicas de Ingalaterra cuando me fui de viaje con mi familia a la isla canaria. Como creo haber dicho alguna vez, y se desprende de su desarrollo, la idea de este diario era que hiciese honor a su nombre y tuviese una entrada al día, y así lo había mantenido -con no pocos esfuerzos, a veces, debo añadir- desde su creación. En esta ocasión, pensaba seguir haciéndolo, y suponía que no me sería difícil encontrar algún locutorio o cibercafé, entre los volcanes lanzaroteños, desde donde escribirlo. Renuncié a llevar un ordenador portátil, porque yo creo que los viajes han de hacerse siempre ligeros de equipaje: si uno puede ahorrarse un bulto en cualquier desplazamiento de más de un día, debe hacerlo. Mi mujer opina lo contrario, y cree que, cuantos más bultos lleve uno, más disfrutará del viaje, porque más cabalmente podrá atender a todas sus circunstancias. Con los años hemos llegado a una especie de entente cordiale, en virtud de la cual cada uno renuncia a una parte de sus convicciones: el matrimonio es una negociación, y una renuncia, constantes. En esta ocasión, sin embargo, ambos estábamos de acuerdo en que no había que llevar el Sony: demasiado peso, demasiado cuidado, demasiada arena. Esa cautela ha resultado fatal para el desenvolvimiento del diario. Al llegar al hotel que habíamos reservado, el Meliá Salinas -un lujoso pero algo añejo ya establecimiento, en el que, no obstante, brillan todavía los murales y diseños de César Manrique, como en toda la isla-, comprobé que los precios por usar el ordenador del centro de negocios eran acordes con la suntuosidad del lugar: tres euros por quince minutos, cinco por media hora y nueve por la hora entera. Por qué costaba tanto utilizar aquellos ordenadores, cuando en todo el hotel se ofrecía wi-fi gratis, era un misterio semejante al de la Santísima Trinidad y, como este, desistí de entenderlo. Lo importante era que, dado que a mí me suele llevar alrededor de una hora y media escribir una entrada, el precio de hacerlo sería de 14 euros al día y, al cabo de nuestra estancia, de 154 euros. Uno quiere ser desprendido con el dinero, pero 154 pavos era un desprendimiento excesivo: más bien un despeñamiento. Bien está no cobrar por publicar, que es lo que suele pasar en tantos medios culturales, y en los blogs que uno desea mantener, como estas Corónicas, pero pagar por hacerlo, como en la infamante autoedición, me parece una idiotez, que solo explica una vanidad hipertrofiada. Busqué, pues, una solución alternativa, y pregunté en la recepción si había en los alrededores algún locutorio o cibercafé. Me dijeron que sí, que en un centro comercial vecino, de los muchos que saturan Costa Teguise, había uno. Feliz como una perdiz, me dirigí al lugar, para encontrarme solo con un amontonamiento de hamburgueserías que olían a fritanga, tiendas de artículos de playa y joyerías de chichinabo. Le pregunté a un dependiente a la puerta de un comercio de aparatos electrónicos, y me respondió, con acento moro, que no allí no había ningún sitio de internet, porque no se necesitan: todo el mundo utiliza ya sus propios dispositivos, tabletas, móviles inteligentes, ingenios sofisticadísimos y transportables. Aquel tipo me estaba llamando imbécil. "Por cierto, jefe, ¿no desea pasar y ver alguno? Están baratos", añadió, con un gesto ostentoso de invitación a entrar y una sonrisa ofídica. Salí muy desanimado, y entreviendo que, por primera vez en casi un año, no iba a poder mantener mi compromiso de colgar una entrada al día. Renuncié a seguir buscando locutorios en la zona. Era una tarea ímproba y seguramente abocada al fracaso: no había visto ninguno anunciado en ningún sitio. La única solución era localizarlo en Arrecife, donde quizá algún chino se apiadase todavía de los que viajan sin portátil, pero Arrecife estaba a unos veinte kilómetros de nuestro alojamiento, y subordinar nuestros días de vacaciones al desplazamiento a la capital, para componer estos relatos gratuitos y consoladores, se me antojaba otro sacrificio excesivo, sobre todo para Ángeles, Pablo y Álvaro. Así que, definitivamente, renuncié a escribirlos durante los once días de estancia en Lanzarote. Ello me generó sentimientos encontrados: por una parte, un malestar difuso, como si no me hubiera tomado las pastillas que necesitaba, o vulnerado algún inexorable deber íntimo, un malestar acrecentado por lo inopinado de la interrupción, de la que no había tenido la delicadeza de avisar a los lectores; pero también, por otra, una extraña liberación: como si olvidarme del blog me permitiera olvidarme de mí mismo, que es lo que todos buscamos en vacaciones: dejar de ser quienes somos, pringosos de cotidianidad, en los días indistintos del año. He vivido, pues, estos once días como en un paréntesis autobiográfico, en una incómoda suspensión: aunque nuestras actividades en la isla hayan sido más que placenteras, he sentido, en el fondo, que se había roto un hilo -ese hilo que yo he querido disponer durante, al menos, 365 días-, y que estaba inquieto por recomponerlo. Lo hago hoy, ya regresado a Londres. Agradezco a los amigos -Luis, Teresa, José Luis-, alarmados por que mi súbito silencio obedeciese a algún percance, acaso irreparable, que se hayan interesado por mi suerte. Sigo vivo, hasta nueva orden, y listo para continuar dando la matraca. Y pienso hacerlo a partir de la entrada de mañana. Lanzarote bien vale un relato.

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