sábado, 2 de agosto de 2014

¿Hay demasiados escritores? ¿Hay demasiados libros?

Al hilo de nuestro intercambio habitual, como amigos y como protagonistas, ahora, de un proyecto de traducción ideado por él, Luis Ingelmo me escribió algo muy interesante en uno de sus últimos correos. Cuento con su benevolencia para transcribirlo aquí: 

e.e. cummings (...) arenga a escribir poesía: Well, write poetry, for God's sake, it's the only thing that matters, que enlaza a la perfección con tus propias meditaciones y me ayudan a cerrar este círculo expositivo de hoy.

Pero no: hay algo más. Este círculo no me ha salido tan circular y creo que se me va a abrir por alguna parte. Porque tus palabras (...) quizá podrían haberse hecho eco de una situación que me llama poderosamente la atención: la proliferación desmesurada de talleres de creación literaria y de asignaturas (incluso de licenciaturas o grados) en torno al mismo asunto. Párate un segundo a calcular la magnitud del caudal poético al que estamos asistiendo en los últimos decenios: pon que haya, qué sé yo, 200 universidades estadounidenses en las que se impartan clases de creación literaria, un número con toda seguridad bajísimo y del cual excluimos la marabunta de ellas que tengan fondos privados o no otorguen un título académico. Digamos que haya en cada uno de los grados de cada universidad un número de alumnos en torno a los 100 -para ser conservador en este particular-. La sola graduación de estos recién diplomados sumaría un total de 20 000 nuevos escritores (poetas, dramaturgos, novelistas, cuentistas, lo que sean) al año. En dos años, 40 000; en tres, 60 000, en diez, 200 000. Doy por sentado que todos y cada uno de ellos habrán concluido sus estudios provechosamente y que, ansiosos de poner en marcha su musculatura literaria, llenarán páginas y más páginas de garabatos y estrambotes. A algunos, unos pocos, se los editará en casas de renombre y con capacidades distributivas envidiables; muchos otros, por contra, buscarán cobijo bajo tejados más humildes y no por ello menos cualificados, pero con tiradas menos generosas; otros tantos, también esto es cierto, se autoeditarán o no lograrán encontrar un hueco en el mercado editorial. Aun así y con todo, ¿no es una caterva incierta y desproporcionada? ¿Quién leerá todas esas pilas de libros y más libros? No olvides que el ejercicio matemático ha sido aplicado tan solo a los EE. UU. Sumémosle ahora el Reino Unido, los países del orbe germano, los otros del sur de Europa, los que quiera que haya en el oriente europeo. ¿No te vas quedando ya ojiplático solo de pensarlo? Añade Oceanía y Asia y África. ¿Cuántos vamos ya? ¿Más que estrellas en el firmamento?

Yo me congratulo, como tú, por el espíritu que anima a todos los bardos de las letras, para que no desfallezca su mirada penetrante y nos ayuden, con sus escrituras, a entender qué carajo pintamos en este planeta, si es que pintamos algo, que lo dudo. Pero no puedo por menos que sollozar ante todos esos que jamás lo conseguirán, que no lograrán dar con las palabras justas o el mecenas cuya generosidad ponga sus páginas en el escaparate de una librería, física o virtual.

Y con esto ya sí concluyo el círculo que, a estas alturas, más debe asemejarse a un huevo que a una rueda. Amén.

Lo primero que llama la atención de la meditación de Luis es la buena prosa. Podemos estar seguros de que un escritor es bueno cuando su prosa lo es en los contextos no literarios: cartas, correos, apuntes, es decir, cuando no persigue la perfección o el deslumbramiento, cuando se manifiesta con la desenvoltura de una conversación entre amigos. Juan Ramón Jiménez decía que también la calidad de un poeta se medía por su prosa: el verso lo admite casi todo, y un semiletrado o alguien con graves problemas de lectoescritura puede embutir en el disfraz del endecasílabo, o en el más vaporoso del verso libre, un lenguaje inepto o descoyuntado. Pero la prosa requiere cohesión, fluidez, exactitud, minucia, y es en esa exigencia donde a todos se nos ve el plumero. Con esa prosa ingeniosa y desembarazada, Luis plantea unas dudas que a muchos nos han asaltado. La primera evidencia de la multitud ingente de escritores que habitan el universo mundo la aportan las librerías: la sensación de mareo que uno experimenta al entrar en cualquiera de ellas es inmediata. ¡Hay tantos libros!, y están por todas partes. No me extraña que los libreros sean, en general, gente adusta y escasamente conmiserativa: vivir en semejante ladrillería de palabras debe de aniquilar a cualquiera. En España, y pese a los bajos índices de lectura, que no ha resuelto ningún gobierno desde los Reyes Católicos, la proliferación de libros es, paradójicamente, superior a la mayoría de los países europeos, por no decir a todos: se publican más títulos, pero -y ahí está la clave- en tiradas menores, para ampliar las posibilidades de que alguno atraiga al escaso público lector, sin que ello requiera una gran inversión editorial. (El agobio, sin dejar de ser agobio, se transforma en melancolía en las librerías de viejo, o, peor aún, en las ferias de libros de viejo, cuando observamos en qué han parado todos esos volúmenes que un día fueron también rutilantes novedades: como en el poema de Góngora, en humo, en polvo, en sombra, en nada. Uno se sobrecoge al ver a autores queridos, al fruto de sus esperanzas y su trabajo, arrastrados por el barro de las ofertas a tres euros, o dos libros por cinco euros, y más se sobrecoge aún cuando ve sus propias esperanzas y trabajos en ese mismo fango, o en alguno peor. El destino de casi todos es esta muchedumbre, esta irrelevancia, esta ceniza). Sin embargo, es verdad que, junto al sentimiento de asfixia, las bien nutridas librerías literarias también proporcionan al letraherido una sensación de plenitud: ah, por fin, un lugar en el que me encuentro a mis anchas, rodeado por lo que me gusta, aplastado dulcemente por tantas páginas, por tantos mundos que conocer. Así pensamos muchos. Examinamos entonces los estantes como quien pasa revista a las tropas, deambulamos por las secciones que nos interesan, hojemos y toqueteamos, ponderamos la relación entre el precio y el atractivo del libro, rechazamos títulos por venganza o antipatía, y, en síntesis, nos sumimos gozosamente en un océano inabarcable, cuyas promesas, que nunca dejan de interpelarnos, nunca podremos satisfacer. Pero esa misma multitud de posibilidades estrangula nuestra capacidad de decisión. Hay tanto donde elegir, que nunca sabemos qué elegir (y, me atrevería a añadir, casi nunca elegimos bien). El acierto de nuestra compra adelgaza, a menudo hasta desaparecer, ante otros aciertos seguros, y mejores, que hemos desdeñado por nuestra incapacidad física para asimilar la información que nos proporciona la oferta descomunal de la librería. Hay estudios muy competentes, en el ámbito del consumo, que concluyen que el exceso de oferta no solo disminuye, y llega a paralizar, nuestra capacidad de respuesta, sino que reduce significativamente la eficacia de nuestras decisiones. Dicho con más sencillez: si se nos ofrecen demasiadas alternativas, tendemos a elegir las alternativas peores, o no elegimos ninguna. Otra paradoja del mundo de la opulencia y, supuestamente, de la libertad en el que vivimos. Nadie abogará, empero, por rebajar la oferta: de momento, todos tenemos derecho a escribir cuanto nos dé la gana, a publicar lo que nos parezca oportuno (para lo que, ay, cada vez es menos necesario el filtro del editor: internet permite dar a conocer cualquier cosa, sin coste apenas para el autor) y a exponer en los estantes de las librerías todo lo que llegue y más. Y los lectores no aprobaríamos un recorte en el suministro de libros. Bien está: la abundancia es saludable; el exceso nunca está de más. Pero algo me dice, en lo hondo de la intuición, que tanto libro no puede ser bueno: que el apelotonamiento invisibiliza, que confunde al lector y anega al crítico, que embota la sensibilidad y las perspectivas. No sé, por lo tanto, si hay demasiados poetas, pero sí que hay demasiados libros, como teorizó Gabriel Zaid en su estupendo Los demasiados libros, publicado por Anagrama. Sucede, no obstante, que muy pocos escritores están dispuestos a retirar los suyos de la masa. Esto es como el nacionalismo: todo el mundo critica el exceso de banderas, pero nadie quiere arriar la suya. Ahí seguimos todos, pergeñando garabatos y estrambotes sin cuento, como dice Luis, necesitados, vulnerables, con la esperanza de que supongan algo en el mar sin orillas de la literatura, en el cosmos incognoscible de la conciencia humana. Todos formamos parte, mientras seamos infelices, de esa caterva desproporcionada, que nos proporciona un sucedáneo de dicha: la que nos inspira juntar palabras con las que juntamos nuestros pedazos, con las que reunimos los bordes siempre sangrantes de la herida.

1 comentario:

  1. El último párrafo...triste!
    Publico mi humilde comentario como anónimo, le pido disculpas por mi analfabetismo informático. Intentaré resolverlo con celeridad.

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