viernes, 6 de junio de 2014

Un día para recordar

La presentación ayer de El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014) estuvo precedida por una comida con algunos amigos: Mario Martín Gijón, José Antonio Llera y Juan Malpartida. Fue en un restaurante gallego, Sazadón, en la calle Gaztambide. No le fue fácil colocarnos al maître (si es que puede llamarse así al jefe de sala de un restaurante gallego), porque el local estaba lleno. En la comida hablamos, sobre todo, de la nueva etapa de Cuadernos Hispanoamericanos, una de las revistas culturales de más solera de nuestra letras, que Juan lleva dirigiendo (y coordinando, y maquetando, y corrigiendo) un par de años. Observé, alarmado, que en el Sazadón abundaban los políticos del PP: en una esquina, Juan José Lucas, ex presidente de la Junta de Castilla y León, y actual vicepresidente primero del Senado; y en otra, como en un combate de los superwélter, Manuel Cobo, vicealcalde de Madrid y actual secretario ejecutivo de Política Local, aunque más conocido por su sonoro topetazo, en 2009, con Esperanza Aguirre, a cuenta de aquel asuntillo de espionajes entre cargos de PP. Lo más curioso del encuentro fue que, después de sus comidas, ambos se pusieron a jugar a cartas con sus compañeros de mesa: retirados los platos, los naipes volaban en los tapetes verdes. Lucas y los suyos se apartaron a otra sala, para poder fumar. Uno creía que esto de fumar en locales públicos estaba prohibido, aunque fuese en salas aisladas, pero se conoce que los cargos del PP y los senadores de España pueden incumplir la ley. Uno de los colegas de Lucas se estaba atizando un caliqueño del nueve largo que tumbaba a un búfalo. A su lado, impertérrito al humo, es más, arropándose en él, el propio Lucas componía una estampa de parroquiano de taberna de pedanía ganadera, embebido en los oros (sobre todo, los oros) y los bastos, y dando sorbos a un licorejo que tanto podía ser ajenjo como vodka. En su rincón, Cobo parecía más bien un mafioso de barrio pequeño, un siciliano con cara de boxeador, rodeado de sicarios con tirantes, que reinaba en callejas portuarias, pero que rendía cuentas al gran capo de la ciudad. 

La presentación de la antología se celebró en el Centro de Arte Moderno, un nombre que incita a pensar en un gran local contemporáneo, cosido con cristales y aluminios interminables. Pero no: es un espacio pequeño, casi diminuto, en el que dos argentinos amantes de la literatura mantienen una librería de literatura hispanoamericana y de autores españoles con especial presencia en Hispanoamérica. Pero sus propietarios no se han contentado con ello y han conseguido estirar aún más la pequeñez del lugar: el Centro acoge un breve pero fascinante museo del escritor -distingo un revólver entre las pertenencias de Juan Carlos Onetti-, una imprenta -en la que componen exquisitos volúmenes artesanales- y un local para exposiciones de fotografía y pintura, y, como ayer, presentaciones de libros. Yo siempre he creído que las presentaciones de poesía son poco más que un pretexto para la celebración de la amistad, y la de El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014) no fue una excepción. Me alegré mucho de reencontrarme con Fernando Beltrán, tan caro de ver, que llegó como siempre llega, con la melena desorientada y el aspecto de acabar de emerger de un platillo volante, a cuyos tripulantes ha convencido de la necesidad de dar un nombre más preciso a los instrumentos de navegación de su aparato; con Jorge Rodríguez Padrón y Pizca, su mujer, que me regalaron docenas de sonrisas; con Lawrence Schimel, ese norteamericano español o español norteamericano, ya no estoy seguro, que escribe por igual audaces relatos homoeróticos (con la esperanza de que el homoerotismo y, en último término, la homosexualidad resulten tan naturales que ya no haga falta que sean audaces) y deliciosa literatura para niños; con Mario Martín Gijón, que había venido de Cáceres para acompañarme, y que llevaba haciéndolo, con la paciencia que ello supone, todo el día; con Isabel Huete, escritora, editora y amiga constante; con Antonio Ortega, atento, ojoazulino, socarrón, cuya seriedad reboza una bonhomía sin fin; con Marta Agudo, mi hermana Marta, que se rio, no sé si con complicidad o con resignación, cuando reivindiqué la salubridad y la alegría del onanismo; y con otros, con quienes he tenido menos trato, pero a los que englobo también en el amplio círculo de la amistad, como José Luis Gracia Mosteo y los poetas Lawrence Carrasco  y Pablo López Carballo. Juan Soros, la persona que ha hecho posible la antología, se sobrepuso a una gripe de caballo para introducir el acto, y Jordi, el prologuista del libro, organizó y sostuvo, con su inteligencia habitual, una charla para presentarlo. También conocí a gente nueva, como Arantxa Gómez Sancho, la responsable de Ínsula, otra de nuestras revistas de filología clásicas; a César Nicolás, profesor de la Universidad de Extremadura, uno de los mejores especialistas en Ramón Gómez de la Serna, y hombre cordialísimo, cuyo honesto cráneo se ocultaba bajo un sombrero estruendoso; y al escritor cubano Ernesto Hernández Busto, que vive en Barcelona, aunque está a punto de marcharse a Miami con una beca, y que acudió a la presentación con una impecable americana azul celeste, de cuyo bolsillo frontal asomaba un pañuelo estampado. En el tapeo posterior a la presentación, la suerte quiso que nos sentáramos uno al lado del otro, y charlé un buen rato con él. Me pareció un hombre de una conversación tan incisiva como respetuosa, que lucía una elegancia natural, acrecida, en su caso, por el refinamiento de la cultura. Ernesto, por si fuera poco, nos invitó a cenar a todos. Y mientras se desarrollaba la charla con todos ellos, en la terraza de un bar cercano al Centro de Arte Moderno, llamado "Vergüenza Ajena", en el interior del bar tenía lugar otro encuentro poético, una especie de pequeño 11-M de la poesía española: una jam session de versos humorísticos y/o críticos que era jalonada, periódicamente, por una salva de carcajadas y/o aplausos. Uno de los asistentes a esa velada -Paco Sevilla, según supe luego- se maravilló de que tuviese un librito de Raúl Zurita -que me acababa de regalar Juan Soros- y profirió algunas incoherencias sobre las virtudes de la poesía. Le alabé el gusto por el chileno y el amor por la poesía, pero prefiero los discursos más articulados. Por fortuna, no insistió en su acercamiento. Los demás seguimos charlando hasta que, consumidas dos botellas de vino y las fuerzas, nos retiramos a dormir la noche de un día, al menos para mí, memorable.

6 comentarios:

  1. ¡Cuánto me alegro, Eduardo! ¡Y cómo me cabrea habérmelo perdido!
    Abracérrimos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Agradecí mucho tu llamada ayer, querido Elías, y agradezco tu comentario de hoy. Se te echó de menos.

      Un gran abrazo.

      Eliminar
  2. Hombre, Eduardo, de haber sabido entonces sí que me habría puesto elegante. Gracias por lo que toca, pero sobre todo gracias por tu poesía. Fue una gran presentación, de las que hay pocas. Ya te escribiré, abrazo, EHB
    PD: En ese blog de asuntos cubanos que llevo hace tiempo, hay una sección sabatina sobre literatura (no cubana), tal vez os interese echar un vistazo...
    http://www.penultimosdias.com/category/sabados-en-pd/

    ResponderEliminar
  3. Gracias a ti por tu compañía, por tu amabilidad y por el enlace de tu blog, que visitaré con interés (y por tu elegancia, digas lo que digas). Acabo de escribir a Orlando González Esteva, y le he hablado de nuestro encuentro. Todos estamos inmersos en esta red infinita de la literatura.

    Un gran abrazo.

    ResponderEliminar
  4. Estuviste grande, querido Eduardo, en tu discurso y en tu poesía, siempre tan auténtico y cercano. Disfruté muchísimo de la presentación y de poder darte un abrazo una vez más. Un beso grande ¡y vuelve pronto!

    ResponderEliminar
  5. Gracias, Isabel, por tus palabras. Fue un placer verte en Madrid. Y ojalá pueda volver pronto.

    Más besos.

    ResponderEliminar