miércoles, 11 de junio de 2014

Muertos y libros

Ayer se murió la señora Julia. La señora Julia era la vecina de enfrente de mi madre. Lo había sido 65 años. En el rellano quedaban tres ancianas: ella, la señora Teresa, del 1º 1ª, y mi madre. El cuarto piso estaba vacío desde que su propietaria se mudó, hacía años, a Galicia, de donde había emigrado. Ahora lo han comprado unos alemanes que quieren disponer de un alojamiento céntrico en Barcelona cuando vienen a vivir la noche y a tostarse en la playa. Al parecer, lo han convertido en un espacio diáfano. La casa en la que vive mi madre -y donde viví yo hasta los 25 años- se construyó en 1930: haciendo obras en la cocina (que todavía recuerdo con fogones de leña), descubrimos, entre el cemento retirado, la esquina de una página de periódico, con la fecha del periódico: 30 de enero de 1930. Desde entonces, ha sido un indicador fiel de la evolución sociológica y demográfica de la ciudad: de edificio de clase media antes de la Guerra Civil, fue bajando suavemente en la escala social, hasta convertirse, a partir de los noventa, en residencia, a menudo amontonada, de inmigrantes hispanoamericanos. Hoy los españoles que había se han muerto casi todos y los inmigrantes hispanoamericanos vuelven a sus países, y a unos y otros parecen sustituir los turistas extranjeros, que se benefician de la caída general de los precios de la vivienda, sobre todo de la vivienda usada, en este caso, muy usada. La Sra. Julia era castellana y una persona muy amable, a la que recuerdo, desde niño, dándome conversación en la escalera. Vivía sola, aunque padecía una demencia senil que no dejaba de empeorar. Mi madre tenía que ayudarla, a veces, a ir al lavabo, a entrar o salir de casa, a encontrar cosas que había extraviado. Ayer se murió. Mi madre fue al tanatorio a velarla, y estuvo a solas con ella una hora. En la sala no había nadie, y nadie más la visitó. Solo el cura, al final de la mañana, que entró para saludar a la familia. Pero no había familia. Solo mi madre. La habían vestido con un traje de chaqueta, y pintado las uñas. Las manos, cruzadas, descansaban sobre un cuerpo delgadísimo. Cuando volví a casa, decidí acercarme a La Central del Raval a husmear libros; también quería comprar algunos que tenía en mente. Yo soy más de Laie, pero la visita me pillaba de camino. En el metro, observé a varias mujeres leyendo. En este país suelen ser las mujeres las que leen, por lo menos algo que no sean periódicos deportivos. Una de ellas, joven, delgada, apoyada en una puerta de salida, parecía absorbida por la lectura de un libro viejo, de páginas amarillentas, protegido por un camisa hecha en casa. Hay algo extraordinariamente delicado en alguien que lee: una trabazón sutil entre el ojo y el papel, que se derrama por el cuerpo. El lector parece investido de una coraza mágica, o, mejor, de un haz de filamentos transparentes que lo envuelven con el libro, formando un solo capullo, un solo ser: está ausente, y es invulnerable. Salgo a las Ramblas y me oprime el frenesí de visitantes que ya, en junio, convierte el paseo en una pasarela. Entre los acomodados turistas, sonrientes y tostados, Barcelona espolvorea sus miserias: paquistaníes que venden peonzas silbantes; rumanas que solicitan firmas para, mientras firmas, robarte la cartera; trileros españolísimos; moros a la caza de mochilas y maletas; mendigos; putas. Cerca ya de la librería, observo en la calle uno de esos sacos industriales en los que se tiran los cascotes de las obras. Dice: "Hispania. Derribos y rehabilitaciones". El nombre es muy pertinente. En los balcones siguen colgando las mismas senyeres o estelades que surgieron con la eclosión del independentismo, aunque ahora un poco más ajadas y descoloridas. No sé si resistirán hasta el 9 de noviembre, o el sol acabará por desvaírlas definitivamente. En La Central, como en todas las grandes librerías, experimento un sentimiento contradictorio: estar rodeado de libros me alienta, pero también me abruma. Cazo la traducción de Hojas de hierba al catalán, de Jaume C. Pons Alorda, la primera que se hace en este idioma, y que aún tendré tiempo de contrastar con la mía, antes de que entre en imprenta. Trinco también El jardí de les delícies, de Gerard Vergés, un excelente poeta catalán recientemente fallecido, traducido al castellano por mi amigo Ramón García Mateos y al inglés por Sam Abrams. (Recuerdo otro jardí de les delícies: una antología de la poesía erótica universal hecha por otro escritor sobresaliente, Miquel Desclot, al que he incluido en mi antología de poetas catalanes contemporáneos). Y, por fin, me hago con dos volúmenes que llevaba algún tiempo persiguiendo. El primero, La edad de oro del boxeo, recoge algunas de las mejores crónicas boxísticas de Manuel Alcántara, periodista y poeta. Alcántara es uno de los mejores practicantes del articulismo feliz -por sabroso, por irónico, por exacto- del que España ha tenido la suerte de contar con varios maestros: Julio Camba y sus crónicas gastronómicas y viajeras; César González-Ruano y sus aventurerismo bohemio-fascista; Álvaro Cunqueiro y sus divagaciones eruditas; Joaquín Vidal y sus gloriosos relatos taurinos; Paco Umbral y su España tardofranquista y postfranquista; Jacinto Antón y su transformación de la cotidianidad en heroísmo. El segundo se titula Jamás me verá nadie en un ring, de Julià Guillamon, una biografía del inverosímil púgil barcelonés Pedro Roca, que, pese a su apellido, recibió un buen número de tundas en el cuadrilátero a lo largo de su corta y esforzada carrera boxística, y que, al retirarse (o, más bien, ser retirado), se dedicó a escribir: publicó un librito, De boxeador a literato, en 1932, que ahora recoge, en edición facsímil, la biografía de Guillamon, y anunció una "novela contemporánea", Amor que no halló amor, con sorprendente epanadiplosis, que ignoro si llegó a ver la luz. Sospecho que no. Roca, en cualquier caso, es lo más cercano a Arthur Cravan con que cuentan el boxeo y la literatura españoles. Con el botín en el zurrón, vuelvo a Sant Cugat, cuando el día ya concluye. En el portal de mi casa, confinada en una esquina, encuentro una paloma con un ala rota: apenas puede moverse. El bicho tiene un aspecto lamentable, pero me da pena empujarla a la calle. La dejó ahí, sabiendo que su destino es ser aplastada por un coche o devorada por un gato, pero no se lo voy a poner más fácil ni a los coches ni a los gatos.

5 comentarios:

  1. Ay!!!!

    Cómo se llama tu madre?

    Un abrazo

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  2. Me siguen admirando estas corónicas, que sigo a dosis no diarias pero sin dejarme una. Y quizás lo más admirable sea la naturalidad con que fluye la escritura. Me parece que, expurgadas aquí o allá de algún (para mi gusto) relato algo prolijo, no tardarán en dar un buen volumen de clara filiación juliocambista, gonzálezruanesca y hasta pocoumbraliana (sic), por seguir con la nómina que mencionas. Cuando, como ocurre en parte con la anotación de hoy, hay también cierta armonía poética especular digna del gran Cunqueiro (otro citado), el gozo es aún mayor. Ya lo he dicho alguna otra vez, pero ne me importa repetirlo (con convicción): ¡que no decaiga! Y gracias por compartir este esfuerzo cotidiano.

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    1. Es, ciertamente, querido Alfredo, un esfuerzo cotidiano, pero sarna con gusto no pica. Sobre todo, cuando tiene buenos lectores, fieles y amables, como tú. Gracias, otra vez, por tus palabras. Y ya ves que te hago caso: no decaigo.

      Un abrazo.

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  3. No sé, puede que simple curiosidad, o porque al leer la entrada imagino la historia de las tres mujeres de Julia, Teresa y "Pilar"

    Gracias

    Un abrazo

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