jueves, 5 de junio de 2014

Inglaterra es asín

Estas son algunas de las cosas que me han pasado estos días en Londres. 

El domingo pasado volvíamos del gimnasio, donde Ángeles y yo nos habíamos sometido a las sevicias habituales de la monitora de spinning. Era una mañana tranquila y soleada. Estábamos exhaustos, pero también renovados: las endorfinas se paseaban por el torrente sanguíneo como si también ellas disfrutaran de aquel sol inverosímil. Al cruzar una calle, hicimos pararse a un coche. Era un descapotable plateado, a cuyo volante iba alguien en quien no reparé. Pasamos y, una vez en la otra acera, oímos las palabras del conductor, que resonaron como percutidas en un aire metálico: "Hay que mirar antes de cruzar. Vosotros no habéis mirado, ¿verdad?". En ese instante, pensé: "Oh, no, otra discusión de tráfico, no, por favor". Pero fue otra discusión de tráfico. Nos giramos y entonces distinguimos a la conductora: una señora provecta y no obstante rubia, con gafísimas de sol, a cuya vera -es decir, en el asiento del copiloto, donde está prohibido que lo haga- se sentaba una niña negra. Le respondí a la orgullosa usuaria del cochazo que por supuesto que habíamos mirado, pero que ella venía tan rápido que apenas nos había dado tiempo a verla. La cosa escaló como era previsible: la anciana oxigenada insistió en nuestra despreocupación y yo insistí en que era una soplapollas. Cuando por fin arrancó y desapareció por Battersea Park Road, me encontré a mí mismo dando voces muy hispanas en la calle, abandonado al malsano placer de insultar a quien merece ser insultado. La gente, la poca gente que pasaba, me miraba como si fuera víctima de una enajenación mental transitoria. 

Anteayer, en el bar del hospital donde trabaja Ángeles, quise tomarme un café, y me dirigí al mostrador, atendido por otra rubia, esta improbable propietaria de haiga alguno, pero, como iba a comprobar enseguida, dotada del mismo espíritu savonarólico. Había un señor frente a la caja registradora, haciendo su comanda, y yo me situé a su izquierda. Esto de los lados es un poco confuso, porque los ingleses hacen por la izquierda cosas que nosotros hacemos por la derecha, como conducir, pero por la derecha otras que también nosotros hacemos por la derecha, como, por ejemplo, subir o bajar escaleras mecánicas: la gente se sitúa a la derecha y avanza por la izquierda. En cualquier caso, en el mostrador del bar solo estaba el caballero que me precedía y yo. Cuando la camarera me preguntó qué quería, le respondí que un café, y entonces me dijo, con la voz con que hubiera mandado firmes a un batallón de alabarderos, que la próxima vez que quisiera algo del bar entrara por el otro lado de la fila y me colocase a la derecha. Ningún cartel lo indicaba, pero, al parecer, era algo muy importante, que nadie era tan idiota de ignorar. Mordiéndome los labios de ganas de decirle que podía ponerse el café donde le cupiera -que seguramente no sería el cerebro-, le respondí okay y me mantuve donde estaba. El señor, supongo que casi tan sorprendido como yo, se giró hacia mí y me hizo, sonriendo, un repetido gesto admonitorio con el índice extendido delante de la cara, como hacemos con los niños cuando se portan mal y les avisamos de que los vamos a castigar. Yo soy español y se me encienden las meninges con la grosería; él era inglés y su forma de reaccionar era criticando con humor la situación. Lo mejor del caso es que la camarera no es inglesa, sino lituana, como me informó después Ángeles, pero su comportamiento respondía a algo que ya he observado en otras ocasiones: los extranjeros asumen los códigos ingleses con más rigor aún que los propios ingleses, quizá para congraciarse con los ingleses. 

Ayer, en el aeropuerto de Gatwick, pité al pasar por el arco detector de metales. Yo ya no sé qué pensar, porque, vestido igual, o muy parecido, a veces pito y a veces no. Me cachearon, me hicieron descalzar y pasar por un detector volumétrico, sometieron mi faltriquera con el pasaporte a otro escáner, y finalmente me dejaron ir: no llevaba ninguna bomba encima. Pero con mi maleta estaba otro aguerrido funcionario, en cuya cara se leía: "Se va a enterar el propietario de esto". Con las maletas de mano me pasa lo mismo que conmigo: a veces son sospechosas y a veces no. Y casi siempre llevo lo mismo: libros, una muda, medicamentos y el objeto de mis desvelos: un desodorante -en un envase no superior a 100 ml- que suele concitar el interés de esos cracks del monitor que inundan los aeropuertos. El cancerbero de los trolleys revolvió mis libros, pasó un detector de sustancia estupefacientes por las paredes del maletín, husmeó en las medicinas y se llevó el desodorante, for further examination, a un rincón misterioso, donde comprueban que los desodorantes son desodorantes y no morapio, por ejemplo, con el que aliviar las muchas incomodidades del vuelo, ni ácido cianhídrico, con el que abrir un boquete en el fuselaje del avión. Volvió con expresión de alguna decepción: el desodorante era solo desodorante. Pero como en algo se tenía que advertir su imperio, su superioridad, pese al fracaso en la busca, o quizá debido al fracaso en la busca, enunció majestuosamente: "Este envase tiene que ir fuera de la bolsa". Otras veces no me han dicho nada, o me han dicho que tenía que ir envuelto en una bolsita cerrada de plástico. Hoy tocaba que el desodorante había de ir fuera de la bolsa. Luego, con un gesto de la mano que parecía el del zar de Rusia al conceder un favor a un mujik, me dejó allí con el trolley deshecho, pero libre de marcharme, y se fue en procura de otro viajero cuya maleta deshacer. 

El sentido de la norma en Gran Bretaña es absoluto, casi corrosivo. Todo ha de ser hecho, al milímetro, de acuerdo con aquello que lo regula. Todo ha de estar pautado, y todos han de respetar esa pauta. Nada puede apartarse un ápice de su espacio establecido, del orden establecido. Algo así parece admirable, y seguramente explique el porqué del éxito mercantil y político de este pueblo, pero, llevado a semejante extremo de rigor e inflexibilidad, a mí se me antoja inhumano. La norma ha de favorecer la convivencia, no robotizarla ni petrificarla; ha de ser un instrumento, no un fin. Y aquí todos son rehenes de la norma, que reprime cualquier atisbo de imprevisión o espontaneidad. Por eso los quebrantamientos de las normas sociales son tan ruidosos y, a menudo, tan devastadores. Y por eso Lloret de Mar, y Salou, y Magaluf, son lo que son. 

Sin embargo, ayer por la mañana vi pasar otro descapotable por la calle. No es ninguna sorpresa: los hay a cientos. Pero en este un señor con corbata iba fumando un narguilé. Y la tarde anterior, en el lago del parque de Battersea, había una pareja de cisnes deslizándose, augustos, por un agua ya manchada por el crepúsculo. Detrás de uno se alineaban cuatro o cinco cisnitos, de plumaje gris, como eses minúsculas luego de una ese mayúscula. Esos son los momentos que compensan al conductor agresivo, a la lituana rugiente y al funcionario inquisidor.

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