miércoles, 28 de mayo de 2014

Boxeo

A mí siempre me ha gustado el boxeo. De pequeño quería ser dos cosas: torero y boxeador. De lo primero me disuadió el primer morlaco que vi en la Monumental de Barcelona, a donde mis padres me llevaron, con cinco años, para que empezara a cultivar mi vocación: nada más aparecer en la arena aquel acorazado negro, lleno de cuernos y bufidos, rompí a llorar, y no dejé de hacerlo hasta que mi madre, horas después, me hubo dado un vaso de leche caliente y metido amorosamente en la cama. Quitarme la idea de ser boxeador me llevó algo más de tiempo, y lo conseguí gracias a Castiglione. Castiglione era un compañero uruguayo del colegio al que también le gustaba el boxeo. Que nos gustara el boxeo quería decir, a aquella edad nuestra de diez u once años, que les habíamos pedido a los Reyes unos guantes de pega y un punching-ball, y que los magos de Oriente nos los habían traído. Yo recuerdo los míos con cariño: eran negros, con las palmas de color ocre y cordones blancos, y estaban rellenos de algo parecido a la paja. Provistos de aquellas armas mortíferas, Castiglione y yo nos dispusimos en un improvisado ring, que era más bien un square: uno de los porches de nuestro colegio. Tuvimos que esperar el momento adecuado, cuando no hubiera curas cerca, porque era improbable que los padres hubiesen aprobado aquel espectáculo violento, aunque ellos mismos repartían unos bofetones no muy distintos de los que nosotros pensábamos atizarnos. Recuerdo a Castiglione mirándome con ferocidad desde su rincón, y me recuerdo a mí mismo devolviéndole la mirada con ira, pero con una ira sosegada, como la que despliegan los profesionales cuando el árbitro los llama al centro del cuadrilátero antes de iniciar la pelea. Mi héroe era entonces Cassius Clay -que todavía no se había cambiado el nombre a Muhammad Alí-, y Cassius Clay, seguro de sus fuerzas, siempre escrutaba a su rival con una sonrisa despectiva. Así estaba mirando yo a Castiglione justo antes de que Castiglione gritara "¡dong!" (para imitar el sonido de la campana que daba inicio al combate) y los dos nos fuéramos, como gigantes, al encuentro del otro. Fue una pelea breve: llegamos al centro del ring-porche, sentí un golpe en el estómago parecido a la coz de un percherón, y ya no recuerdo más. Ahí acabó mi carrera como boxeador. La fugacidad de mis hazañas pugilísticas no me ha quitado el gusto por el deporte de la lucha, aunque ahora sea muy difícil satisfacerlo en España. Las veladas escasean, los periódicos no informan de ellas y en la televisión pública el boxeo está prohibido. En las privadas, solo una cadena -Marca TV, si no recuerdo mal- emitía, a altas horas de la noche, un programa de box. Yo quería verlo, pero Ángeles me obligaba a cambiar de canal: decía que aquello le hacía vomitar. Tenia que esperar, pues, a que ella se hubiera acostado para, como un yonqui de los tortazos, engancharme a la emisión. Debo admitir, no obstante, que lo más fascinante de aquel programa no eran los combates, sino los presentadores: un corro de gente que tenía el aspecto de haber hecho la mili en la Legión y que comentaba las peleas entre regüeldos de carajillos. Su disuasoria complexión no les privaba de un lenguaje de resonancias poéticas: no se limitaban al clásico "ha besado la lona", cuando un púgil era derribado; de un puñetazo directo al rostro del adversario decían que había sido "un golpe limpio como una mañana de primavera", y de un boxeador que estuviera recibiendo un gran castigo, que practicaba "la defensa facial": el otro golpeaba, y él paraba los golpes con la cara. Por las dificultades que hay en España para seguir el noble deporte del boxeo, me alegré mucho el otro día cuando fui al gimnasio y vi que, en una de las televisiones que hay permantemente encendidas para amenizar los ejercicios de los clientes, estaban retransmitiendo un combate. Eran Froch contra Groves (un nombre magníficamente cercano a gloves: "guantes", en inglés), como deduje de sus calzones, en los que los nombres estaban grabados encima de sendas banderas británicas. No me extrañó esta presencia pública del boxeo: este deporte, como casi todos, se ha inventado aquí, o, por lo menos, se ha institucionalizado aquí. Ya a principios del siglo XVIII, un "maestro de defensa" llamado James Figg se proclamó campeón de Inglaterra y retó a cualquier persona blanca a vencerlo (no está claro que excluyera del desafío a los negros por ser entonces ciudadanos de segunda o por sospechar ya que su musculatura era más explosiva que la de los caucásicos); y solo una lo consiguió en las 270 peleas que libró entre 1719 y el año de su muerte, 1734. El nombre del vencedor de Figg, incomprensiblemente, no ha pasado a la historia. Luego vinieron Jack Broughton, que introdujo las primeras normas, destinadas a moderar la violencia del boxeo a puño descubierto, entre las cuales había algunas tan necesarias como la prohibición de seguir golpeando al contrario que hubiera caído, o de hacerlo por debajo del cinturón, estuviese caído o de pie; y el célebre marqués de Queensberry, cuyos reglamentos, en 1867, dieron origen al boxeo moderno. Me acomodé en una bicicleta estática y seguí con apasionamiento la lucha. En los televisores vecinos se proyectaban imágenes de la visita del Papa a Jerusalén, pero ver a Francisco poner la mano en el Muro de las Lamentaciones tenía mucha menos emoción que ver a Froch ponerla en la cara de Groves, o al revés. Disfruté del combate, sí -Groves era más joven y potente, aunque Froch, mejor estilista, lo castigaba con fiereza-, pero no pude dejar de pensar en la brutalidad del espectáculo. Con los años, me pasa como con el toreo, aquella otra vocación de mi infancia: sigo siendo sensible a la belleza de sus evoluciones, hincada en mi contemplación acrítica de niño, pero la razón me grita que es una salvajada. En un combate a diez o doce asaltos, que es lo que suelen durar ahora (fueron quince hasta finales de los 80 del año pasado: las palizas eran interminables), cada púgil puede descargar varios centenares de golpes, de una potencia devastadora, en la cabeza y el cuerpo de su adversario (salvo que uno sea Castiglione, y el otro, Moga, en cuyo caso bastará con uno solo); y cada uno de esos golpes destruye cientos, miles de neuronas. El resultado, después de varios años de combates, es, literalmente, la destrucción cerebral, como acreditan tantísimos boxeadores: mi adorado Cassius Clay, aunque se jactaba de haber sido muy poco castigado, tiene Parkinson y apenas puede hablar; Policarpo Díaz, El potro de Vallecas, con 44 victorias en 47 combates, 28 por KO, subcampeón mundial de los pesos ligeros, acabó clavándoles piolets en la cabeza a los atracadores de ancianos y filmando películas pornográficas como El potro se desboca y El Poli, el lama y las que lamen; y Perico Fernández, aquel mítico boxeador aragonés de mi adolescencia, campeón mundial de los superligeros, le deseaba a un rival suyo que acababa de fallecer que le fuera muy bien en el cielo. La pelea entre Groves y Froch acabó con la victoria injusta de este. Los aficionados habían estado jaleando cada golpe de ambos como si les hubiera tocado la lotería, y aquellos a los que salpicaba la sangre de los contendientes se sentían eufóricos, agraciados por un rarísimo honor. Luego, al dar el árbitro el combate por concluido, una masa de gente invadió el ring: había los maestros de ceremonias, los periodistas y cámaras, y los equipos de los boxeadores, pero también muchos espontáneos, equivalentes a los que llevan a los toreros a hombros en las tardes triunfales. Aquí, en cambio, nadie se atreve a cargar con estas moles de más de cien kilos, por muy zurradas que estén: se limitan a abrazarlos. Yo lo veía todo desde mi bicicleta estática -llevaba ya varias millas de pedaleo-, recordando mi propio pasado glorioso y los pavorosos zambombazos que Froch y Groves se acababan de arrear, invadido por una mezcla indisociable de amor y de horror. Decidí quitarme el malestar de encima haciendo unas cuantas pesas. Para fortalecer la musculatura, pensé, y también para estar cerca de una inglesa delicadísima, cuyos golpes, pensé también, debían de ser una caricia admirable.

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