viernes, 24 de enero de 2014

Una cena con escritores

Vamos a cenar a casa de Fiona y Peter, en Hammersmith. Siempre que hemos venido aquí ha sido de noche, así que no hemos podido apreciar el barrio. Parece, no obstante, una zona de clase media. Pasamos por delante de un inmenso caserón blanco, que hoy, sin luna, es solo gris, y damos con la casa de nuestros anfitriones, después de algunas dudas en los giros: como en el Ensanche barcelonés, aquí todas las calles se parecen. El piso de Fiona es diminuto y no tiene portero automático. Londres es pródigo en estas construcciones modestas, incrustadas en calles prestantes: las council houses, que son, en rigor, casas para pobres, salpican todos los barrios, y los inmuebles, estrechos y viejos, de los años 50 o 60, perduran, aprisionados en cualquier rincón. Fiona nos baja a abrir y nos conduce al salón. No hay mucho más a donde ir, en realidad: si no es el salón, solo puede ser un baño o un dormitorio con una sola cama, cuya cabecera y pies son las paredes de la habitación. La realidad es incontestable: los precios de la vivienda en Londres son tan altos, que una profesora universitaria como Fiona, con un sueldo razonable, solo puede permitirse unos pocos metros cuadrados en una finca antigua en un barrio alejado del centro. En la mesa nos aguardan Peter, novelista australiano, y Elaine Feinstein, poeta y escritora, amiga de Fiona. También, una gran provisión de tallos de apio, que mojamos en el humus y en una salsa picante que no soy capaz de identificar, mientras se acaba de cocinar el pollo que bulle en el fuego. Fiona y Peter se interesan por las tensiones separatistas en España; yo, por las tensiones separatistas en el Reino Unido. Percibo una diferencia abismal entre su aproximación al problema y la que observo entre la mayoría de españoles: ellos aborrecen el nacionalismo, pero no se sienten tan afectados como nosotros, por su condición de británicos: la britanicidad del estado es lo que ponen en jaque los independentistas escoceses, no la identidad colectiva, ni su sentimiento de nación. En cualquier caso, piensen como piensen, o sientan como sientan, su exposición del conflicto es tan sosegada como el apio que nos estamos comiendo: no hay un solo chispazo de disgusto, ni una brizna de tensión. Hablamos luego, claro, de nuestras respectivas actividades literarias. Me entero entonces de que Fiona escribe de pie, y me pregunto si su poesía sería diferente si lo hiciera sentada. Le digo a Peter que el mayor mérito de un novelista me parece su capacidad para hacer avanzar un proyecto normalmente tan dilatado como una novela: esa tenacidad en el esfuerzo, esa continuidad, día tras día, de una escritura que no ve su final, ese empujar página tras página, se me antoja admirable. Peter me responde que lo peor del trabajo de novelista no es tener que escribir cada día, durante muchos días, sino no estar nunca seguro de que lo que llevas escrito no sea una mierda. Puedes haber juntado ya 20.000 palabras, tras meses de ímprobo esfuerzo, y descubrir -o que te descubran- que no valen un pimiento. Sí, tiene que ser terrible. Todos estamos de acuerdo, no obstante, en que no hay nada más eficaz para descubrir los errores de lo escrito que dejarlo dormir y recuperarlo al cabo de un tiempo, cuanto más, mejor: entonces saltan a la vista. Álvarez Ortega, les cuento, lo ha hecho así toda la vida, pero el periodo de reposo de sus manuscritos no era de semanas ni de meses, sino de años. Por eso la mayoría de sus poemarios tienen una extraña atemporalidad, o una condición, más extraña todavía, contraria al tiempo. Elaine es una persona interesante: judía, viajera, escritora polifacética y madre de escritores, como el hispanista Adam Feinstein, habla con precisión cantabrigense y flema antológica. Versada especialmente en literatura rusa -de Rusia proviene su familia, que sufrió la diáspora-, es amiga de Yevgueni Yevtushenko, ha traducido a Marina Tsvetáieva, y escrito biografías de Pushkin, Ajmátova y la propia Tsvetáieva, así como de otros poetas destacados, como Ted Hughes. En un momento dado de la conversación, Elaine se disculpa por ser tan vieja y recordar con demasiada insistencia los setenta. En otro, abomina de la vida en California, donde residió a mediados de los noventa: la gente que se levanta a las seis de la mañana para ir a trabajar y se acuesta a las siete de la tarde no puede ser buena. Tiene razón, le digo: el mundo sería más divertido si todos nos levantáramos a las siete de la tarde y nos acostáramos a las seis de la mañana. En un aparte, me cuenta que uno de sus hijos ha estado casado con una española, pero que la vida familiar en España le resultaba difícil, porque tenía un cuñado fascista. Oh, hay muchos, le respondo yo, y casi todos votan al Partido Popular. A mi vez, le pregunto por el auge del fascismo en Gran Bretaña, al calor -o la gelidez- de la crisis, aunque se disfrace de parlamentarismo y civilización. El fascismo se ha dorado en nuestros tiempos, se ha edulcorado, pero sigue siendo en todas partes un bicho peludo, una oscura ninfa del cólera, bajo su disfraz ocasionalmente democrático. Elaine atiende a todo con expresión inmóvil, puntea las opiniones de los demás con observaciones tan típicamente británicas como most extraordinary! (pronúnciese "meust ecstróóóórdinari") o did you really? ("did yu rííííííli"), al saber, por ejemplo, que Fiona había incurrido en la abominación de votar a un partido nacionalista cuando vivió en Gales, y expresa su deseo de mojar otro tallo de apio en el humus, ante cuya imposibilidad -porque el apio ya se ha acabado- expresa una desolación insondable, pero con tanto gesto de malestar como el que adoptaría ante un vaso de agua. Nos despedimos hacia las once y media, en una calle solitaria, en una noche sin luna.

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