viernes, 17 de enero de 2014

España, 33-Islandia, 28

En este mundo en el que el fútbol es rey, los porteros de fútbol son los héroes. Son unos héroes pasivos, de acuerdo: no alcanzan el brillo rutilante de un delantero goleador, ni el fulgor mágico de un mediocampo creador de juego, ni siquiera la espesura diamantina de un stopper resolutivo; pero siguen siendo héroes. Recuerdo a Lev Yashin, La araña negra, quizá el mejor guardamenta de la historia, siempre vestido de negro, estirando los ochos brazos que parecía tener para detener todo lo que se le lanzaba; a Gordon Banks, el mítico portero de la selección inglesa, que, en el Mundial de 1970, hizo la que se considera la mejor parada de todos los tiempos, deteniendo un cabezazo a bocajarro del mismísimo Pelé; a Moazir Barbosa, aquel excelente portero brasileño, de ilustre trayectoria, al que le bastó encajar dos goles en la final del Mundial de Brasil de 1950 contra Uruguay para ser condenado a la muerte civil en su país; y a Luis Pulpo Arconada, cuyos tentáculos vascongados no le sirvieron para evitar que un balón manso de falta se le escurriera por debajo del cuerpo y entrara en la portería, en la final del campeonato de Europa de 1984 contra Francia. Aunque este fue un héroe al revés, claro: un guerrero al que se le cae el escudo en el pie. Se ha escrito mucho sobre los porteros de fútbol: Nabokov, Eduardo Galeano, Peter Handke, que les ha dedicado hasta una novela: El miedo del portero al penalti. Albert Camus fue portero, y dejó dicho que todo lo que sabía sobre moral (y no era poco) lo había aprendido jugando a ese deporte. Pero el portero de fútbol, con esa grandeza estatuaria que tiene, y que se transmuta de pronto en elasticidad máxima, no es nada comparado con otra figura parecida, pero ni remotamente comparable en popularidad y reconocimiento; otra figura que sí está sometida a amenazas sobrecogedoras; otra figura que, si el portero de fútbol siente miedo ante el penalti, tiene derecho a sentirse aterrorizada: el portero de balonmano. Yo fui portero de balonmano en el colegio, aunque ocupar ese puesto no fue el fruto de una esforzada progresión, sino un paulatino descensus ad inferos: como era demasiado malo para ser jugador de campo en el equipo de fútbol, me condenadon al ostracismo de la portería (ya se sabe: allí donde iban los gordos y los torpes), pero, como también era demasiado malo para ser portero de fútbol, me condenaron al ostracismo de la portería de balonmano, el último agujero, la peor condena posible, la humillación más feroz, equivalente a un puesto de observación avanzado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. La razón era sencilla: como la portería de balonmano era mucho más pequeña que la de fútbol, las posibilidades de que, sin hacer nada, parase algo eran mayores. No obstante, ni siquiera aquella evidencia meramente volumétrica me salvó del ridículo. Dejé pronto la portería de balonmano, cuando los profesores de educación física del colegio se convencieron de que el deporte para el que tenía más aptitudes era el ajedrez, aunque no sin haber realizado alguna parada memorable, como aquella en que, en partido a cara de perro contra Los espartanos de l'Hospitalet, desvié con la nariz un remate en contraataque que era un gol cantado. Cuando me desperté de la conmoción, en la enfermería del gimnasio, supe que mi magistral intervención no había podido impedir que nos derrotaran 40 a 2, pero, ello no obstante, sentí una punzada de orgullo. Ahí era nada evitar que nos metieran 41 goles. Desde entonces, no he vuelto a ponerme bajo los palos, pero he seguido con interés las evoluciones de este viril deporte. Y he llegado a la conclusión de que, para narices, los porteros de balonmano. Y que me lo digan a mí. Veamos: un portero de balonmano se enfrenta a tipos de más de cien quilos de peso y, con frecuencia, metro noventa o dos metros de altura. Esos individuos, por si fuera poco, habitualmente provistos de fieras barbas, se arrojan contra la muralla defensiva, a pocos metros de distancia de ti, con la perversa intención de lanzarte un balón, hecho de materiales durísimos, que más bien parece un obús antitanque. Y eso, cuando hay muralla defensiva, porque otra de las aviesas intenciones de los atacantes es eludir la barrera humana que forman tus compañeros, para encontrarse solo ante el portero, bien desde los extremos, bien encontrando un agujero en la línea de siete metros, bien en contraataque. Y, si lo consiguen, ríete tú de la soledad del portero de fútbol, o de su miedo ante el penalti. Entonces lo que se te viene encima es un bulldozer con escarificador y grúa lateral, ante el que lo que haría cualquier persona sensata sería apartarse o, si no le diera tiempo, por la velocidad a la que se aproxima la máquina asesina, tirarse al suelo, protegiéndose la cabeza con las manos. Pero no. Los porteros de balonmano no hacen eso, y por eso son héroes, más aún, son semidioses, divinidades. Los porteros de balonmano no se hurtan al peligro, sino que se enfrentan a él con gallardía suicida. En lugar de recogerse como caracolillos, se despliegan en el aire. Ante el transatlántico que se dirige a ellos, saltan en su misma dirección, abren brazos y piernas, estiran la cabeza y los pies, y confían en que el balón impacte en alguna parte de aquella membrana súbitamente extendida, como la del pulpo cuando caza. También cierran los ojos -las paradas de los porteros de balonmano son como los besos, pero al revés: ni en unas ni en otros somos capaces de mantenerlos abiertos, aunque por razones opuestas-, porque una cosa es ser valiente, temerario incluso, y otra no tener sentimientos, y el sentimiento de que el proyectil que va a ser disparado ti pueda darte en la boca o en los testículos (los dos lugares más sensibles de la anatomía de un portero de balonmano y, diría yo, de cualquiera) sobrecoge al más audaz. Así pues, ahí tenemos a los dos guerreros de este singular combate: el delantero, armando el brazo para soltar el latigazo mortal, y el portero, ingrávido, dilatado, para frenarlo con su cuerpo. Durante unas décimas de segundo, ambos se encuentran, frente a frente, en el aire; y ese encuentro es casi físico, porque, a menudo, llevado el atacante del impulso de la carrera, y el portero de su adelantarse para comerle espacio a aquel y restarle ángulo de disparo, ambos casi se rozan en el vuelo letal. El delantero aguanta el disparo hasta que el portero empieza a caer, o a flaquear en su manoteo, pero tiene que hacerlo antes de que él mismo se venza y pise el área, y es justo en ese momento cuando remata y cuando el portero cierra los ojos y cuando uno se pregunta cómo puede haber tanta belleza y tanta, tan infinita temeridad.

6 comentarios:

  1. Juan López- Carrillo17 de enero de 2014, 11:38

    Nunca, Eduardo, te hubiera imaginado como portero de balonmano. Como tampoco tú jamás verás en mí al campeón de 100 metros lisos que un día, lejanísimo, fui... Compartimos pasados épicos ... Hoy, durante el cocido al que estamos invitados, Ramón y yo, por el generoso y magnánimo Alfredo (qué pena que Londres te pille tan lejos) alzaré el vaso de vino para brindar a tu salud y recordaré a los presentes, ya ahítos por el festín, que un día se perdió un valeroso portero de balonmano, pero en otro se ganó un grandísimo poeta delantero centro, que no deja de jugar y marcar excelentes libros en las mejores ligas de la literatura mundial ¡Ole tú! Y yo.

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    1. Juanitísimo:

      Ciertamente, no te hago corriendo los cien metros lisos, ni, de hecho, los dos metros lisos, pero sí te agradezco tus elogios y, sobre todo, tu amistad. Dales un gran abrazo a Ramón y a Alfredo: un abrazo de portero de balonmano, que es aún más estrujante que uno de oso. Que disfrutéis de vuestro ágape, y brindad por mí, que estoy muy cerca de vosotros, aunque esté geográficamente tan lejos.

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  2. Ay, el error de Arconada..., aquella derrota acabó con mi pasión por el fútbol, fue el estacazo definitivo después del desastroso mundial del 82. Me dejó vacío. O eso creía hasta que un tal Iniesta...

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    1. Sí, vimos juntos el gol de Iniesta. Y aún te recuerdo dando brincos y aullando como un apache en el comedor de casa. Qué tiempos.

      Abracísimos.

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  3. En la nómina de porteros de fútbol que, memorioso, describes con precisión echo en falta al gran José Ángel Iríbar, el Chopo, tal vez el primer portero "moderno", espigado, ágil y elegante. Fue el héroe de mi infancia, en la que también fui "relegado" a la terrible soledad del cancerbero (me parece que, mucho antes de tener noción alguna del mítico perro, oíamos la palabra en las verbosas crónicas del Carrusel Deportivo, en mi caso muy probablemente en boca del gran Antonio de Rojo, que transmitía desde San Mamés). Celebro el buen pulso que no decae en estas "corónicas".

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    1. Es cierto: Iríbar fue un gran portero, y un referente, también, de mi infancia futbolera. Los que hemos sido (u obligados a ser) porteros en el colegio deberíamos fundar una asociación específica de damnificados. Qué de anécdotas contaríamos en nuestras cenas anuales.

      Gracias por tus palabras, y otro abrazo.

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