jueves, 30 de enero de 2014

En Lewes y Ditchling

Me reúno, otra vez, con Juan Luis Calbarro en Brighton, para visitar Lewes y Ditchling, dos puntos de interés en los alrededores de la ciudad. Hace un día de espanto, lluvioso y helador, pero ambos disponemos del kit de supervivencia en suelo inglés: impermeable, gorrito y paraguas. Lewes, a tiro de piedra de Brighton, es un lugar encantador, y con mucha historia. Lo gobierna la eminencia en la que se asienta el castillo construido por las huestes de Guillermo el Conquistador, después de que dejaran claro en la batalla de Hastings que pensaban quedarse en la isla durante bastante tiempo. La lluvia es muy molesta, y aunque la visión de las ruinas normandas, con su impresionante barbarcana, resulta muy atractiva, desistimos de escalar las muchas escaleras que conducen hasta las murallas. Echamos un vistazo al coqueto museo adyacente, en el que se acumulan los restos neolíticos, romanos y medievales, y a su librería, con un buen surtido de libros de segunda mano. Ahí no puedo resistir la tentación y compro dos volúmenes -sobre el Londres romano y sobre Edward Wilson, explorador antártico-, con unas ilustraciones magníficas, y en un estado de conservación excelente, por apenas siete libras. La asequibilidad de los libros ingleses, tanto nuevos como usados, sigue llamándome la atención. Pero esta no es la única librería que visitamos: en Lewes abundan. Antes de llegar al final de la calle, entramos en otras dos, aunque no pueden ser más diferentes. La primera ocupa un edificio del siglo XV, y también la señora que la regenta parece del siglo XV, más aún, parece no haberse duchado desde el siglo XV. Nos atiende con sequedad, y Juan me cuenta que, en ocasiones anteriores, le ha urgido, no a mirar, ni a tocar los libros, sino a comprarlos. A esa librería, pues, no se va a descubrir nada, sino a adquirir con lo que uno ya sabe que quiere hacerse. Nos lo recuerdan algunos versos escritos en letreros situados entre los libros. Uno, por ejemplo, dice algo así como: "Libros y monumentos/ son muy agradables de contemplar,/ pero, si no los compráis,/ esta librería tendrá que cerrar". Lo cual es indudablemente cierto, pero no suscita demasiada simpatía. Echamos un vistazo rápido a la sección de poesía, donde hay volúmenes interesantes, pero no espectaculares, y salimos con una cierta urgencia del lugar, que es estrecho y tortuoso, y donde los libros se amontonan con polvorienta promiscuidad: parece una librería española. Más abajo se encuentra la otra tienda, que es todo lo contrario: un espacio pulcro, científico, casi plastificado, cuyo dueño habla como la reina, y cuyos precios se revelan acordes con su distinción. En ninguno de los dos sitios, empero, hay nada de literatura hispana. Otra vez en la calle, constatamos que Lewes ha acogido a numerosos personajes históricos. Aquí vivió, por ejemplo, Thomas Paine, uno de los ideólogos de las grandes revoluciones de finales del siglo XVIII, la americana y la francesa: residió en Bull House y trabajó en la oficina de impuestos, lo que le sirvió para escribir virulentos panfletos contra la actuación de los recaudadores, que, a su vez, y bastante comprensiblemente, condujeron a su despido. (Luego, emigró a América, donde se hizo amigo del padre de Walt Whitman). En Lewes también se encuentra la casa de Ana de Cléveris, la cuarta esposa de Enrique VIII, que el rey le regaló como parte de su acuerdo de divorcio. Aunque Ana nunca vivió en ella, es un lugar interesante, que hoy, no obstante, no podemos visitar, porque está siendo remodelado. Otra mujer célebre que poseyó aquí una casa -Round House, un antiguo molino- fue Virginia Woolf. Y también estuvo aquí algunos años Gideon Mantell, el primer descubridor de los restos fosilizados de un dinosaurio, el iguanodón. La ciudad de Lewes es conocida, en fin, por haber sido el lugar donde se libró la batalla en la que una alianza de barones, entre los que estaba Simón de Monfort, el hijo del célebre exterminador de los albigenses, derrotó al rey Enrique III y a su hijo Eduardo, que tuvieron que ceder buena parte del poder real a los nobles opositores. Los conflictos entre realeza y aristocracia, así como entre protestantismo y catolicismo, salpican (de sangre) buena parte de la historia inglesa, al menos hasta el siglo XVIII. Una de las celebraciones más singulares -y, en mi opinión, más encantadoras- de Lewes recuerda el asesinato de diecisiete de sus ciudadadanos, mártires protestantes, en la hoguera, durante las persecuciones de la muy católica María I, cuyo pertinente apodo, Bloody Mary, "María la sangrienta", dio nombre, siglos después, a un sabroso cóctel. En esa fiesta, que se celebra a principios de noviembre, Lewes despliega sus particulares fallas, con la particularidad de que uno de los ninots que se queman todos los años representa, en efigie, al Papa Pablo V, jefe de la Iglesia de Roma en 1605, cuando una conspiración católica intentó hacerse con el poder en Inglaterra. El paseo por Lewes concluye con un vistazo a Harvey's, la hermosa fábrica local de cerveza, que humea junto al río Ouse (pronúnciese, sin intentar entender por qué, uuuus), y que nos envía, sutilmente disueltos en las hilachas de niebla que nos envuelven, los efluvios del milagro que allí está teniendo lugar: la transformación de la cebada en una bebida digna de los hombres. Dejamos Lewes y llegamos enseguida a Ditchling, un pueblo de apenas 2.000 habitantes, dotado, no obstante, de un magnífico museo de artes y oficios. En la existencia de este museo tiene mucho que ver el hecho de que en Ditchling viviera, entre 1913 y 1924, el escritor, escultor, grabador y tipógrafo Eric Gill, un artista sobresaliente y uno de los más destacados creadores de tipos de letras del siglo XX: suyas son, entre muchas otras, la Gill Sans y la Perpetua. Curiosamente, en Insumisión incluyo una cita de Gill: "La inteligibilidad, a efectos prácticos, viene determinada por aquello a lo que uno está acostumbrado", recogida, a su vez, en Es mi tipo, un delicioso libro sobre el arte de la tipografía, de Simon Garfield. Se ha descubierto recientemente, sin embargo, que Gill era un individuo torturado, o, más bien, torturador. En los años 80 se dieron a conocer sus diarios, en los que Gill detallaba su actividad sexual, que era muy intensa, pero que tendía a practicar indiscriminadamente: por ejemplo, con sus hijos, de los que abusó; o con su hermana, con la que mantuvo una relación incestuosa; o, si no había nadie más, con el perro, que, al parecer, era un partenaire erótico aguerrido y complaciente. Siendo un hombre muy católico, supongo que aquellas prácticas debieron de sumirlo en un indecible sufrimiento interior; o quizá no: algunos de los mayores asesinos de la historia han sido de misa diaria. Comemos, por fin, en un local del pueblo, famoso por sus gigantescos scones, unos panecillos originarios de Escocia, rellenos, a menudo, de pasas, arándanos, queso o dátiles. Los scones han perdido aquí todo su diminutivo, y aparecen como trilobites monstruosos que amenazaran con devorarnos a nosotros, y no al revés. Optamos por una sopa del día y una quiche en un saloncito, tan medieval como el de la antipática librera de Lewes, pero caldeado por una chimenea alimentada con leña de verdad, que nos cosquillea la nariz y nos ahúma agradablemente la ropa. Hablamos de Los papeles de Brighton, la colección de poesía y prosa que Juan, en un arranque de liberalidad casi suicida, ha puesto en marcha aprovechando su estancia en el Reino Unido, y en la que quizá acoja un libro mío de crítica literaria que no ha encontrado, hasta el momento, cobijo en las editoriales tradicionales. Los riesgos de un negocio así disminuyen gracias a un modelo de gestión nuevo, consistente en la edición digital a demanda, lo cual reduce los costes de impresión, y suprime los de almacenamiento y distribución. Tiene el inconveniente de que el libro no existe en librerías, y, por lo tanto, de que nadie lo comprará por encontrarlo en los estantes de novedades, sino por que sepa antes de su aparición, lo cual acerca mucho a Los papeles de Brighton, sorprendentemente, a la política comercial de la detestada librera de Lewes: no verás lo que quieras comprar; tendrás que saber qué es antes de ir a comprarlo. Y ahí entra en juego, con un protagonismo decisivo, la actividad de publicidad y promoción que pongan en marcha tanto la editorial como el autor. Sí: los libros de Los papeles de Brighton no se verán en librerías, pero tampoco se ven los publicados según el modelo tradicional; o, si lo hacen, es en unos pocos puntos de venta, y durante un tiempo brevísimo. Luego, con suerte, quedará un ejemplar en el fondo de la librería, si es que la librería tiene fondo, y, finalmente, desaparecerá, fulminado irremisiblemente por el horror de todo editor: la devolución. Entonces, si uno aún tiene interés por comprarlo, solo podrá encargarlo, esto es, lo mismo que hará, desde el principio, con los volúmenes editados en Los papeles de Brighton, con la desventaja de que tardará semanas o meses en recibirlo, si es que llegan a enviárselo, mientras que estos, remitidos por la misma plataforma digital en que se publican, estarán en su buzón en pocos días. De todo esto hablamos, mientras sorbemos una memorable sopa de queso brie y pimiento, bebemos cerveza, sentimos los lengüetazos del calor del fuego y nos atienden hasta el exceso dos señoras amabilísimas, que no parecen tener otra preocupación que asegurarse de que todo lo encontremos a nuestro gusto. Al pagar, una de ellas nos cuenta, con el asombrado asentimiento de la otra, que en el restaurante hay fantasmas. A veces, especifica, suena la campanilla de la puerta sin que entre nadie, o sienten que alguien les sopla en la oreja cuando están solas en la habitación, o ven pasar una sombra por el local, de nuevo vacío. Hasta los visitantes han llegado a decirles que han distinguido entre sus paredes una figura espectral, con chistera, como un cuáquero, de los que hay muchos en esta región. Al parecer, los espíritus habitan este lugar desde que un niño se mató al caer por unas escaleras, cuando era una panadería. Juan y yo escuchamos el relato sobrecogido de la señora sin mover un músculo -el que más nos cuesta mantener quieto es el músculo risorio-, deseosos de corresponder con nuestra atención a las muchas que han tenido antes con nosotros. Regresamos a Brighton por el Ditchling Beacon, una elevación escasa, pero eminente en estas tierras llanas, desde cuyas alturas hay una vista espléndida de la campiña de Sussex, trenzada con toda la gama de los verdes. La niebla la vela con una inquieta gasa blanquecina, pero no impide la contemplación.

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