sábado, 16 de noviembre de 2013

Walt Whitman

Llevo un año y medio traduciendo a Whitman, y estoy llegando, me temo, a ese punto -que tan bien conocen los tesinandos- en que el amor que uno sentía por un autor (y que, pese a todo, no ha dejado de sentir) se tiñe de un sutil hartazgo. Pero no cejo en mi empeño. Recuerdo bien cuando leía, deslumbrado, la traducción de Hojas de hierba hecha por Borges: no sabía qué me gustaba más, si el original o su versión al castellano. La admiración del autor de El jardín de los senderos que se bifurcan por el neoyorquino rayaba en la idolatría: poco antes de morir, Borges aún quería visitar, a modo de despedida, la tumba del "viejo Walt", el modelo, acaso, de poeta entero, absoluto, casi metafísico, aunque innegablemente histórico, que él mismo habría querido ser. En esa fascinada lectura mía, seleccioné un poema, "Lleno de vida ahora", lo imprimí, lo enmarqué y lo colgué en la pared de mi despacho, en las sombrías dependencias de la Generalidad en las que trabajaba entonces. Aquel poema me interpelaba como ninguno otro del libro: sencillamente, se dirigía a mí, Eduardo, en aquella tarde barcelonesa, ciento treinta y un años después de haber sido escrito, y hacía bueno el dicho de Cernuda de que el poeta no ha de escribir para sus contemporáneos, sino para los que sucedan a los contemporáneos: para los lectores futuros, con quienes ha de establecer un diálogo más allá del tiempo. Que hubiese poemas alrededor de mi mesa de trabajo -Whitman no era el único: también me acompañaban Quevedo y José Ángel Valente- siempre sorprendía al visitante, que acudía para despachar abstrusos asuntos fiscales. Desde luego, no reparaban en su contenido -si no, su sorpresa aún habría sido mayor-, sino solo en el hecho de que fueran poemas -lo tenían claro: las líneas no acababan al final de la página- y de que me hubiera atrevido a ponerlos allí, a la vista de todo el mundo, y donde encajaban tanto como un minué en un establo. Hoy, yo mismo puedo aportar una traducción de "Lleno de vida ahora", no sé si mejor que la de Borges. Haberlo hecho me reporta, ignoro si mayor gloria, pero sí, al menos, la certidumbre de una continuidad o una cofradía: la de los amantes de la poesía y de Whitman, uno de sus sumos sacerdotes, así como una vaga vergüenza, por el impudor que supone aproximarse siquiera a seres tan admirados. Así dice mi versión de "Lleno de vida ahora":

Lleno de vida ahora, compacto, visible,
yo, de cuarenta años de edad, en el año octogésimo tercero                                                                                 [de los Estados,
a quien viva dentro de un siglo, o dentro de cualquier                                                                            [número de siglos,
a ti, que no has nacido todavía, a ti te buscan estos cantos.

Cuando los leas, yo, que he sido visible, seré invisible.
Ahora eres tú, compacto, visible, el que comprende mis                                                                       [poemas, y me busca,
e imagina lo feliz que serías si estuviera a tu lado y fuera tu                                                                                         [camarada;
sé feliz, como si estuviera a tu lado (y no estés demasiado                                           [seguro de que no esté ahora contigo.

Esta sensación de que Whitman está susurrándote los versos al oído, como si estuviera sentado a tu lado, se convirtió en una presencia física, viva, en Washington, hace dos veranos. Asistía yo a un encuentro iberoamericano de poesía, y visitábamos, por cortesía de la organización, la National Portrait Gallery de la capital, donde se encuentran varios retratos de Whitman y otros que ilustran diferentes etapas de su vida. Allí, Rei Berroa, el poeta dominicano que constituye, año tras año, el maravilloso factotum del encuentro, nos dispuso en círculo en una de las salas, como a una agrupación de boy scouts, y encendió una hoguera inimaginada: la de la única grabación que se conserva de la voz de Whitman, leyendo un brevísimo poema suyo, "América", a principios de la década de los noventa del siglo XIX (él murió en 1892). La grabación había sido hecha por el mismísimo Thomas Alva Edison, el inventor de fonógrafo, y, aunque no había una seguridad absoluta de que se tratase del poeta, todo parecía indicar que así era. Quien quiera oírla, puede reproducir nuestra experiencia en la página web de los Whitman Archives, donde está colgada la grabación. Allí, en aquel vestíbulo inmaculado del museo, en un silencio sacerdotal, Fernando Beltrán, José Mármol, Ernesto Lumbreras y yo mismo, entre otros escritores, fuimos testigos de la reviviscencia de Whitman como habríamos asistido a la resurrección de Jesucristo: el viejo barbudo se apareció ante nosotros con una voz cavernosa, que destripaba engoladamente las sílabas de su épico casi haikú, con la prosopopeya de aquel siglo ceremonioso, y que dejaba a las palabras flotando en el aire, exangües, masticadas, felizmente monstruosas. "América" solo tiene cuatro versos, pero su lectura nos pareció eterna. Y, cuando acabó, seguimos todos en silencio, temblando, desballestados por aquella aparición majestuosa, pero a la vez delicada, como es toda la poesía de Whitman: un grito y un murmullo, la voz de un hombre, pero también la de un pueblo. Hoy me sigue fascinando la tenacidad del poeta: su querer serlo, y exclusivamente -a pesar de sus múltiples ocupaciones pro pane lucrando-, hasta el último aliento, su obstinación en decir, en cantar, su aferrarse al lenguaje aun en la enfermedad y la agonía, como remedio, acaso, para la enfermedad y la agonía. La última edición de su Hojas de hierba se llama "del lecho de muerte", porque en él la corrigió y la sancionó. En algún poema, se lamenta de ello: de esa garrulería irremediable, y de la repetición de los temas: "siempre cantando lo mismo, siempre cantando lo mismo", protesta, se protesta, el poeta. Y es cierto: siempre cantó lo mismo. Pero es que "lo mismo" es la esencia del ser humano: su infinita fragilidad, a la par que su incansable busca de lo que la venza. Por eso, pese a la fatiga que sufro después de tanto tiempo bregando con sus versos, creo todavía que Whitman es, no solo el mayor poeta que han dado los Estados Unidos de América -y uno de los mayores de la humanidad-, sino también alguien que nos habla, que nos consuela, que nos acompaña, y que, resistiéndose a morir (con el lenguaje, ¿con qué si no?), alimenta nuestra esperanza, acaso, de no morir del todo.

5 comentarios:

  1. Me emociona Walt Whitman y tú, Eduardo me has emocionado también!
    Me preguntó un niño: ¿Qué es la hierba?, trayéndomela a puñados;
    ¿cómo podría yo responderle?...Yo no sé lo que es mejor que él!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, querida Amelia, por tu mensaje. Esta es mi traducción de los versos que citas:

      "Un niño me preguntó: ¿Qué es la hierba?, trayéndomela a manos llenas.
      ¿Cómo podía contestarle? Yo no sé más de lo que sabía él".

      Un beso.

      Eliminar
  2. Muy bien empleado ese año y medio!!
    Es un verdadero gusto leer tu diario y tus libros...describes tan maravillosamente bien, que tus palabras superan cualquier imagen (no hace falta ver la hierba)
    Gracias a ti, Eduardo!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias otra vez, Amelia. Josep Pla decía que es más difícil describir que opinar. Yo intento hacer ambas cosas con precisión y respeto. Yme alegro mucho de que te guste.

      Otro beso.

      Eliminar
  3. Gracias por la pista de la grabación. He ido a escucharla y, ciertamente, emociona: es como subirse a un tren que conduce al centro de un misterio. Y es verdad, dura mucho más de lo que dura.

    ResponderEliminar