jueves, 31 de octubre de 2013

Músicas

Ayer fuimos a cenar al pub, a nuestro pub -aquí los pubs se adoptan como a hijos-, The Grosvenor. Llevábamos toda la tarde dedicados a la fascinante tarea de encontrar piso -hemos de mudarnos a finales de noviembre- y pensamos que nos habíamos ganado un buen descanso. En el local había música: dos guitarristas y un contrabajo ocupaban una de las mesas, como unos parroquianos más, y tocaban piezas de soul, de jazz, algún éxito pop, casi todos impregnados de una melancolía celta. El solista era un tipo barbado, de alguna edad, cuyos perfiles difuminaban la distancia y la penumbra; cantaba magníficamente. Cuando acababan cada pieza, el público aplaudía. También nosotros: no nos importaba interrumpir a cada rato la devoración de unas proletarias fish and chips, en mi caso, y un noble sirloin steak, en el de Ángeles, para sumarnos a la ovación. La conjunción entre músicos y auditorio no era como la que habíamos visto una vez en un pub de Dublín, en el que la numerosísima clientela -de pie, atiborrando hasta la calle-, arrastrada por una pasión entre etílica y gaélica, se sumaba al jolgorio cantando simultáneamente, mientras meneaba con júbilo las pintas de guiness de un lado a otro del tórax, pero constituía un gesto suficiente de reconocimiento. El carácter británico no es, desde luego, el irlándés. Proseguía, en The Grosvenor, la cena con su música, y yo recordaba a otro cantante con el que me había cruzado hacía un par de días, en el metro, uno de esos intérpretes que se apuestan en los pasillos sombríos y los iluminan, aunque no canten demasiado bien, con sus notas mendicantes. Pero este que digo, anónimo, envejecido, sí cantaba bien. De hecho, lo hacía extraordinariamente, con una voz rota pero acariciadora, sinuosa pero hospitalaria: una voz como una mano amable. Yo no suelo prestar atención a los músicos callejeros: lo que tengo en la cabeza -ese acúmulo de menudencias desordenadas, casi siempre absurdas, que constituye la cotidianidad- me ocupa hasta tal punto, que me hace insensible a los estímulos externos. Pero la música de este cantautor subterráneo era de tal empaque que no pude evitar detenerme. Lo escuché desplegar aquel desgarrado terciopelo vocal, abstraído, por un instante felicísimo, de mis obsesiones, libre de la basura sin ilación y sin frutos que es nuestro pensamiento, nuestro presente. Y, a su vez, en aquel momento de pausa y de paz, recordé a otros músicos abrumadores que había visto, en cierta ocasión, a la entrada de la estación de Plaza Cataluña, en el metro de Barcelona. Yo era adolescente entonces, y ellos también: un grupo de gitanos que cantaban flamenco. Y el solista, al que acompañaban una destartalada guitarra y las palmas de tres sujetos oscurísimos, lo hacía con un dolor, con una trepidación, que no he podido olvidar nunca. No sé si a él, como a aquella cantaora clásica, le sabía la boca a sangre, pero no me era difícil imaginar los regueros asomándole por las comisuras de los labios. Me detuve, como hace unos días en Londres, y observé con sorpresa que casi nadie se paraba conmigo. Pasaban batallones de turistas por allí, por aquella plazoleta que parece un cenotafio, iluminada por lámparas anticuadas, la mayoría de las cuales están fundidas, pero lo hacían con indiferencia, esbozando a lo sumo una sonrisa, cosquilleados quizá por lo pintoresco de la escena, y seguían su camino, a paso militar. Y yo pensaba, envuelto por el manto de aquellas seguidiyas lacerantes, que esos mismos turistas que pagaban fortunas por asistir a zapateados pasteurizados, por embriagarse con el revuelo de claveles de plástico y trajes de lentejuelas, no tendrían ocasión en su vida de asistir a un espectáculo flamenco tan intenso y verdadero como el que aquellos gitanos les estaban regalando en aquella cripta ferroviaria.

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