lunes, 7 de octubre de 2013

Art déco en el Savoy

Supimos de la exposición por unos grandes tarjetones publicitarios sujetos a los limpiaparabrisas de los coches. En ellos se veía, a todo color, una hermosa criselefantina sobre un fondo granate. El lujo de la impresión anunciaba el de la muestra: una exposición de art déco en el Hotel Savoy, el más opulento de la ciudad. Lo visitamos ayer. A la puerta del Savoy, en el Strand, nos atendió uno de los porteros, con chistera; nos atendió o nos interceptó, no lo sé bien: "¿Tienen Uds. invitación?", nos preguntó, con una solicitud que enmascaraba educadamente su desconfianza. "¿Cómo vamos a tener invitación si la exposición se anuncia por la calle?", le respondimos, mediterráneamente. Aplacado o confuso, el mucamo nos indicó entonces que debíamos dirigirnos al salón Gondolfiers, para lo que tuvimos que atravesar los suntuosos vestíbulos del hotel, inaugurado en 1889 en el emplazamiento del antiguo palacio de Saboya, la mayor residencia caballeresca del Londres medieval. Juan de Gante -que, casado con una hija de Pedro I, pretendió incluso el trono de Castilla- residía allí, un refugio de ensueño en el que se reunían nobles, artistas y cortesanos. Geoffrey Chaucer empezó sus Cuentos de Canterbury en el palacio, aunque no era un invitado, sino un empleado de Juan. Los Cuentos son lejanos en el tiempo, pero, como toda obra clásica, actuales, incluso inmediatos, en su vigencia: contienen cuanto nos sigue aquejando hoy: el fuego de la carne, que abrasa hasta el adulterio; la codicia, que derrota a los espíritus; la mentira, que es fruto de la inteligencia, pero también de la debilidad moral, y que no crea claridades, sino equívocos; la iglesia corrupta y lujuriosa; la picardía, tan cercana a la picaresca española, y tan necesaria para sobrevivir en aquellos tiempos de tribulación. Sin embargo, Juan de  Gante cometió el mismo error de tantos aristócratas a lo largo de la historia: subir intolerablemente los impuestos. El de capitación que estableció en 1381 provocó una revuelta campesina, que destruyó Londres y se cebó en el signo más visible de su poder, el palacio, cuyas joyas fueron deshechas a martillazos, y del que no quedaron ni los cimientos. La exposición del salón Gondolfiers nos sorprende por su pequeñez: contiene apenas una veintena de criselefantinas, expuestas en muebles de estilo art déco. Más aún: nos asombra que algo tan exiguo haya sido anunciado tan lejos y con tal despliegue de medios. La calidad de las piezas, no obstante, compensa su escaso número. Las criselefantinas son estatuas hechas con oro y marfil, una técnica desarrollada en la Grecia arcaica, de la que apenas se conservan hoy muestras -su composición las hacía muy codiciadas por todo tipo de saqueadores-, pero con la que sabemos que se erigieron la Atenea del Partenón y el Zeus sedente del templo de Olimpia, una de las Siete Maravillas del mundo antiguo. Las vanguardias artísticas de finales del siglo XIX -el art nouveau y el art déco- recuperaron la técnica y la aplicaron a la representación, sobre todo, de figuras femeninas, siempre estilizadas y extraordinariamente gráciles, a menudo bailarinas. Reconocemos algunas de las que están aquí como pertenecientes a la colección de la Casa Lis en Salamanca, que alberga una de las, probablemente, mayores colecciones del mundo, y que visitamos el año pasado de la mano de María Ángeles Pérez López, de poesía y personalidad criselefantinas. Las estatuas -que combinan ahora el marfil no solo con oro, sino también con bronce, plata u ónice- son de una delicadeza infinita: parecen otra porción de aire, un aire enterizo y blanco, cuya blancura, irisada, impregna la pupila. Pese a ello, el ojo es atraído también por la belleza de los muebles que las sostienen: hechos de roble pulido hasta la extenuación, de ébanos oscurísimos y caobas doradas, cuyos reflejos se proyectan en el marfil de las criselefantinas, presentan marqueterías florales y volúmenes que conjugan lo informe y lo geométrico. El vigilante de la sala está abstraído en su tableta Samsung, y juguetea con el teclado. En un rincón humea una tetera, de la que nos servimos. Suena Frank Sinatra, y, mientras me tomo el té, celebro íntimamente esta mezcla tan posmoderna de helenismo, medievo, vanguardia, tecnología y cultura pop.

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